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GRANDES BATALLAS

Aljubarrota, 'a grande batalha'

La primera de las obligaciones de un monarca no es ni ha sido nunca gobernar –y menos ahora que ya no gobiernan–, sino dejar descendencia que asegure la continuidad de la dinastía y, con ella, la estabilidad del reino.


	La primera de las obligaciones de un monarca no es ni ha sido nunca gobernar –y menos ahora que ya no gobiernan–, sino dejar descendencia que asegure la continuidad de la dinastía y, con ella, la estabilidad del reino.

Que un rey se muera sin hijos es casi peor que el que un banquero se muera sin testar. Como la principal herencia que deja el finado es algo tan apetitoso como la corona, sus deudos se la rifan y están dispuestos a cualquier cosa con tal de hacerse con ella. Y eso, las más de las veces, significa guerra.

Algo así es lo que sucedió en Portugal en el año de 1383, cuando murió sin descendencia masculina el rey Fernando I. Aunque el hombre lo había intentado –tuvo dos hijos varones que murieron antes que él–, entregó su alma al Altísimo dejando tras de sí una hija de sólo diez años de edad. Un año antes de morir, y después de haber guerreado contra los castellanos toda su vida, Fernando accedió a que la niña, Beatriz se llamaba, se casase con Juan I de Castilla, que acababa de enviudar de Leonor de Aragón. Juan I pretendía con el matrimonio hacer la tripleta. Sus hijos tendrían derechos sobre las coronas de Castilla, Aragón y Portugal. El sueño de todo monarca medieval que se preciase.

Lo que no sabía el rey Juan cuando acordó el matrimonio en Badajoz es que Fernando de Portugal tenía los días contados y que el reino de al lado podría caerle en suerte antes de tiempo. Al morir éste de manera un tanto imprevista, con 38 años, los derechos dinásticos pasaron a su hija, pero las mujeres no podían reinar en Portugal, de modo que esos derechos fueron directos a su archienemigo, el rey de Castilla. Juan no se demoró en reclamarlos y hasta tomó posesión, pero a la nobleza portuguesa no le interesaba lo más mínimo que la corona viajase a Burgos y se rebeló.

Ellos, que habían apoyado las aventurillas castellanas de Fernando –que se había metido en tres guerras consecutivas con Castilla, y no por garantizar la independencia de Portugal, sino por auparse al trono castellano y fusionarlo con el portugués–, cambiaron inmediatamente de opinión y se buscaron a toda prisa un candidato en la persona de Juan, gran maestre de la Orden de Avís. Estos detalles sin importancia no se suelen contar. Teniendo a Castilla como malo oficial de la Historia de España, es de mal gusto recordar que todos los reyes de la Reconquista quisieron hacer lo mismo, y que le salió, de pura carambola, al último de ellos, que se llamaba Fernando el Católico y ni siquiera era castellano, sino aragonés.

Juan de Castilla no aceptó que un advenedizo –que, además de monje, era hijo bastardo de Pedro I– le birlase el preciado patrimonio de su jovencísima esposa, así que reunió un ejército de 30.000 hombres y se dirigió a Lisboa. El otro Juan, el de Portugal, recibió la noticia cuando se encontraba en Tomar, una pequeña ciudad a orillas del Tajo a medio camino entre la costa y la frontera castellana, en compañía del condestable Alvares Pereira y de su mesnada particular, compuesta por 6.500 hombres y una pequeña unidad de arqueros ingleses.

Si los castellanos tomaban Lisboa podría darse por perdido. Una vez la Corte y el Tesoro en manos del enemigo, no le quedaría más salida que huir del país o encastillarse en algún rincón a resistir hasta la muerte. Tenía que salirles al paso y presentarles batalla, a pesar de que contaba con un ejército notablemente inferior en número. A cambio disponía de la movilidad que a los castellanos les faltaba. La movilidad, naturalmente, incluía elegir el campo de batalla y colocarse adecuadamente en él.

Juan escogió un pequeño cerro cerca de Aljubarrota y situó allí a sus tropas. El cerro estaba flanqueado por dos riachuelos y era de difícil acceso salvo por el lado sur. La idea era colocarse allí, bien visible, y esperar. El ejército castellano, recrecido con una compañía de caballeros franceses, llegó a los pies del cerro a mediodía del 14 de agosto. Lo lógico hubiera sido poner sitio a los portugueses y esperar a que empezasen a caer víctimas del hambre y la sed, pero Juan tenía prisa por acabar con aquel trámite y dio órdenes de atacar.

Tal y como era de prever, los castellanos se vieron forzados a realizar la acometida por la ladera sur. Pero el camino era pedregoso, empinado y estrecho. Eso implicaba que el ejército castellano tendría que olvidarse de desplegar las alas y confiarlo todo a la carga de la caballería pesada. Caía la tarde y los caballeros ascendían fatigosamente hasta lo alto del cerro. Allí, en uno de sus extremos, se había situado la vanguardia portuguesa, detrás de unas trincheras que acababan de excavar.

Las trincheras, cubiertas con maleza y aderezadas con piedras, estaban pensadas para detener el ímpetu de la caballería, que era el arma más poderosa de cualquier ejército. El daño que podía infligir un caballero equivalía al de varios infantes, eso lo sabían todos los militares. A no ser, claro, que se dispusiese de las contramedidas adecuadas. La primera era elegir el terreno de batalla, cuanto más difícil para los caballos, mejor. La segunda, adecentarlo con trampas para complicar la cabalgada. Y la tercera, contar con arqueros en los laterales que abatiesen al mayor número de jinetes posible antes de que éstos llegasen a la línea de trincheras. Juan de Portugal las había previsto todas.

Las cargas de caballería fracasaron, obligando a los infantes castellanos a incorporarse a la batalla. Estaban cansados después de todo el día de marcha, no podían desplegarse bien en un campo de batalla tan pequeño y, para colmo, los portugueses se habían realineado, formado una olla en lo alto de la colina. Olla en la que iban entrando y cayendo los soldados castellanos, según se encontraban a tiro de los ballesteros portugueses. La línea de ataque se rompió, y la moral de los soldados sucumbió ante el dantesco panorama que se ofrecía ante sus ojos. El campo estaba plagado de cadáveres, muchos de ellos de señores principales como el almirante de Castilla, Juan Fernández de Tovar, el mayordomo del rey, Pedro González de Mendoza, o el señor de Treviño, Diego Gómez Manrique. Si así habían acabado los elegidos por la fortuna, ¿cuál sería el destino de los peones reclutados a la fuerza?

La derrota estaba cantada, pero no hay descalabro de armas sin espantada, y ésta se produjo cuando los infantes portugueses que servían a Juan de Castilla se retiraron del campo de batalla, rompiendo su juramento de lealtad. La batalla bien podría haberse cobrado la vida del propio rey, pero éste supo poner tierra de por medio antes de que fuesen a reclamársela. En el lado portugués no terminaban de creérselo. Habían derrotado a un enemigo que les cuadruplicaba en número y que disponía de más y mejores armas. No es extraño que la de Aljubarrota sea la gran gesta nacional de nuestros entrañables vecinos.

El rey Juan de Portugal lo supo ver a la primera y, para agradecer el favor que suponía le había llegado desde las alturas, encargó que se levantase un monasterio en una ciudad de nueva creación que se llamaría, simplemente, Batalha. El monasterio, una de las obras cumbre del gótico universal, tardó dos siglos en ser terminado. La batalla se sigue recordando, especialmente en Portugal, y bastante menos en España. Gracias a ella el reino luso pudo subsistir doscientos años más, hasta que otro rey, Sebastián de Portugal, nieto lejano de aquel Juan de Avis vencedor de a grande batalha, murió sin descendencia.

 

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