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GRANDES BATALLAS

Almansa, gloria al Borbón

El primer Carlos III de la historia de España no fue el que todos conocemos, sino un archiduque austriaco que se hizo proclamar rey en 1703. Lo hizo en Viena, que era lo que le venía más a mano, pero su intención era heredar todos los reinos de su tío, Carlos II, que tenían su centro neurálgico en España.


	El primer Carlos III de la historia de España no fue el que todos conocemos, sino un archiduque austriaco que se hizo proclamar rey en 1703. Lo hizo en Viena, que era lo que le venía más a mano, pero su intención era heredar todos los reinos de su tío, Carlos II, que tenían su centro neurálgico en España.

Hasta ahí, todo perfecto. El problema es que, para cuando reclamó la corona española, ésta ya tenía dueño, se encontraba sobre la cabeza de un jovencito francés que había sido proclamado rey un año antes.

Como rey sólo puede haber uno, pues nada, que hubo una guerra en toda regla, que involucró a las potencias europeas de la época. Carlos tenía las de ganar. Aparte del apoyo austriaco (y en aquel entonces Austria no era ninguna broma), contaba con el favor de ingleses, holandeses, prusianos, saboyanos y portugueses. Felipe, por el contrario, se tenía que conformar con la ayuda que, con cuentagotas, iba soltándole su abuelo, Luis XIV, el rey más poderoso de Europa pero también uno de los más envejecidos y endeudados. Los españoles, que eran los más interesados, fueron los convidados de piedra en todo el enredo, y apoyaron a uno u otro en función del momento y del lugar.

Así las cosas, la guerra, que hoy llamamos "de Sucesión", empezó en Cádiz con una españolada de tronío y siguió su curso tal y como era de prever, conforme a la relación de fuerzas y haciendas. Los Borbones fueron perdiendo terreno y los Habsburgo ganándolo. Para 1706 la disputa estaba prácticamente decidida. Más pronto que tarde Felipe de Anjou, Felipe V, tiraría la toalla y volvería a París a esconderse bajo el mantón de armiño de su abuelo. Carlos sería el nuevo rey, continuador natural de la estirpe de los Habsburgo, que su tocayo y tatarabuelo Carlos I había inaugurado dos siglos antes.

Entonces, cuando ya estaba todo el bacalao vendido, cuando los Borbones habían salido de Madrid como alma que lleva el diablo y huían en desbandada en todas las direcciones, dos generales, un inglés que luchaba para los franceses y un francés que hacía lo propio para los ingleses, se encontraron frente a frente en Almansa, un rincón perdido en los bordes de Castilla que servía –y sigue sirviendo– como lugar de paso al antiguo reino de Valencia. El inglés afrancesado se llamaba James Fitz-James, aunque todos le conocían como Duque de Berwick. El francés renegado atendía al nombre de Henri de Massue y, aunque Luis XIV le había desposeído del título, le gustaba presentarse como Marqués de Ruvigny.

El tropiezo no fue casual, que España es demasiado grande como para encontrarse por casualidad. Berwick y Ruvigny se andaban buscando porque ambos lo necesitaban: Fitz-James, para saber si tenía sentido seguir peleando por Felipe de Borbón; Massue, para consolidar la supremacía austracista y poner fin a la contienda. Para eso tenía que aniquilar al ejército de Berwick, lo que permitiría a Carlos III retomar Madrid y dar el asunto por concluido.

Esa urgencia le llevó a cometer uno de los peores errores en que puede cometer un general: subestimó a su enemigo.

Probablemente por falta de información, o porque la que le había llegado era deficiente, supuso que los borbónicos eran menos y que andaban desesperados buscando la entrada a Valencia. Pero al llegar a Almansa pudo comprobar para su desgracia que contaba con 10.000 hombres menos que su oponente. Además, Berwick se las había arreglado para reclutar a un buen número de españoles, conocedores del terreno y que disponían de hilo directo con la población civil. Para colmo de males, el inglés había llegado antes y esperaba la acometida austracista con 34.000 hombres distribuidos en dos impenetrables líneas que se extendían a lo largo de más de seis kilómetros.

Pero ya no había tiempo de echarse atrás. Había llegado la hora de vencer o morir.

En la mañana del 25 de abril se reconocieron mutuamente y se dispusieron para la batalla, que empezó a medio día y duró muy poco, apenas cuatro horas. Todo lo que pudo salir mal salió peor para el bando del archiduque. Ruvigny no sólo tenía menos soldados, sino que, además, estos difícilmente se entendían entre sí. Su ejército estaba conformado por ingleses, holandeses y portugueses, una torre de Babel coronada por un Estado Mayor integrado por el propio Ruvigny y por el portugués Antonio Luis de Sousa, marqués das Minas, que se empeñó en dirigir la batalla de manera colegiada con el francés.

Berwick, sabedor de que era superior en todo y de que allí sólo mandaba él, planteó la batalla desde el primer minuto como un sitio. Cañoneó a las tropas enemigas y luego tensó las líneas para que resistiesen las cargas que hiciesen falta. Fueron cuatro, a cuyo término ordenó el ataque por los flancos de la cuña que habían formado los aliados, exhaustos tras darse una vez tras otra con un murallón de bayonetas. La última palabra la puso el propio Berwick, que se lanzó entusiasta en el último de los contraataques cabalgando al frente del batallón de reserva. La espantada era inevitable; la dieron hasta los generales, que trataron de ponerse a salvo según vieron que aquello estaba perdido.

Pero Berwick no quería dejar ni un enemigo vivo, para que su fama de implacable le abriese de par en par las puertas del reino de Valencia. Lo consiguió en parte. Se hizo con toda la artillería enemiga, con 120 estandartes y con 10.000 prisioneros, entre los que se encontraban varios centenares de oficiales de alto rango. El peor parado, con todo, fue el Marqués das Minas, que se llevó de matute a su mujer vestida de hombre: la mataron en el curso de la batalla. Tras la derrota salió despavorido con los de Berwick pisándole los talones, con la mala suerte de que se cayó del caballo y casi de desnuca. Portugués tenía que ser.

Lo del reino de Valencia le costó bastante más. Pero, claro, ahí ya no tenía enfrente a soldados de fortuna combatiendo en un país extraño, sino a españoles de verdad defendiendo su casa. Consiguió, con grandes esfuerzos, tomar Valencia, Alcoy, Denia y Játiva. Esta última fue tan correosa que, tras conquistarla, mandó que la incendiasen. Hoy los setabenses, en justa correspondencia por la felonía, mantienen el cuadro de Felipe V colgado del revés, y así seguirá hasta que las ranas críen pelo.

A consecuencia de la batalla y como castigo por la resistencia tenaz que había presentado, el reino de Valencia se quedó sin fueros; y tras él Aragón y Cataluña. Los nacionalistas valencianos (afortunadamente escasos, y más catalanistas que otra cosa) de hoy quieren ver en Almansa el origen de todos sus males. Ocultan, sin embargo, que el único regimiento formado por valencianos que participó en la batalla, el Regimiento Valencia, al mando del coronel Riera, lo hizo en el lado borbónico y no en el austracista, como les gustaría a ellos.

La batalla de Almansa no decidió la guerra pero sí permitió al Borbón darse un baño de gloria y tomar aliento para continuarla. Al final para nada, porque el archiduque devolvió la corona de España tan pronto quedó libre la de Austria, que era su verdadera patria. Entonces, como ya no tenía sentido combatir, todos (a excepción de los barceloneses, siempre tan españoles) se la envainaron y se firmaron los acuerdos de Utrecht-Rastatt, un tratado de paz bastante lamentable que, sin embargo, tuvo algo bueno, al poner fin a las llamadas posesiones europeas de los reyes de España, que tantos dolores de cabeza nos habían proporcionado durante dos siglos. Algo bueno tenía que salir de doce años de guerra.

 

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