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LA GUERRA DEL PACÍFICO

Barcos y honra

Hay frases que conforman la identidad de una nación. La de "Más vale  honra sin barcos, que barcos sin honra", quintaesencia de la hispanidad, fue pronunciada por el contralmirante Méndez Núñez durante una guerra ya olvidada que tuvo lugar frente a las costas de Perú y Chile hace un siglo y medio.


	Hay frases que conforman la identidad de una nación. La de "Más vale  honra sin barcos, que barcos sin honra", quintaesencia de la hispanidad, fue pronunciada por el contralmirante Méndez Núñez durante una guerra ya olvidada que tuvo lugar frente a las costas de Perú y Chile hace un siglo y medio.

Hablo de la Guerra del Pacífico, una escaramuza sin demasiada relevancia que sostuvieron, de un lado, la Armada española y, del otro, las recién nacidas repúblicas de Perú, Chile, Ecuador y Bolivia.

En España esta aventurilla del Pacífico es muy poco conocida, no así en los países del otro bando, donde la recuerdan una y otra vez a los escolares, como si se tratase de la madre de todas las batallas. Las repúblicas hispanoamericanas, esa bulliciosa parte de España que tenemos al otro lado del Atlántico, tienen una historia corta y, por lo general, llena de fracasos. Sus líderes llevan cerca de dos siglos renegando de lo que de verdad son, al tiempo que se inventan identidades de opereta con mucho escudo, mucha banderita de colores, mucho calendario maya y mucho lema patriótico. Por esa razón exaltan, si es que pueden, cualquier anecdotilla para abrillantar los cascos de gala en los desfiles.

La Guerra del Pacífico, conocida en Chile y Perú como Guerra contra España –¡qué menos!–, no fue una guerra propiamente dicha. Empezó con una pedrada, continuó con una explosión de orgullo en forma de bombardeo y terminó con ambos contendientes enfadados y sin hablarse durante años. Todo, como se ve, muy español.

La pedrada se arrojó en Perú, en la hacienda de Talambo, en agosto de 1863. Un colono de origen vasco llegó a las manos con su hacendado, se produjo un tiroteo y la cosa terminó delante de un juez rural, que, para el caso, venía a ser lo mismo que un sheriff del Oeste norteamericano. Mientras esto sucedía, una flotilla española recorría, con fines científicos, la costa del Pacífico; la componían varias naves, capitaneadas por Luis Hernández Pinzón, descendiente lejanísimo de los hermanos que habían hecho las Américas junto a Colón cuatro siglos antes.

Pinzón se enteró del lío de Talambo y no le dio más importancia: peleas como ésa se contaban por centenares, y no venía a cuento meterse en ellas. Pero entonces llegó desde Madrid Eusebio Salazar y Mazarredo, embajador español en Bolivia, para calentar los ánimos. Convenció a Pinzón de que los españoles de Talambo no iban a tener un juicio justo, y de que lo suyo era hacer una exhibición de fuerza para suavizar al Gobierno peruano. A instancias de Salazar, la escuadra ocupó las islas Chincha, unos islotes deshabitados famosos por la ingente cantidad de guano que se acumula en sus acantilados. Una conquista no muy apetecible, la verdad.

Tal y como estaba previsto, el presidente de Perú, Juan Antonio Pezet, se arrugó y pidió parlamento, pero lo que se encontró fue un golpe de estado. Entre tanto, un poco más al sur, los chilenos, encendidos por la soberbia española, pensando que serían los siguientes en padecerla, declararon la guerra a Madrid en plan preventivo. Chile, a diferencia de Perú, sí que tenía una armada que podía hacer frente a la expedición española. Una y otra entablaron dos batallitas navales de puro chiste.

La guerra no estaba ocasionando bajas ni produciendo gloriosos episodios de armas, pero sí mucho ruido de sables en las salas de banderas de los países ribereños. En enero de 1866 Perú y Chile acordaron una alianza, a la que se unirían Ecuador y Bolivia, que por entonces tenía salida al mar en la costa de Arica. En Madrid esta coalición no sentó ni bien ni mal, simplemente no sentó. La flota española no pretendía invadir territorio alguno, luego nada habría de temer fuera del agua, medio donde los chilenos le habían apresado una goleta, la Covadonga. Méndez Núñez, el nuevo capitán español, exigió a Santiago la devolución del barco a cambio de otro, la corbeta chilena Esmeralda, que los españoles tenían en su poder. Si no lo hacía, Valparaíso sería bombardeada sin miramientos.

Valparaíso, en la actualdiad.El 31 de marzo de 1866, ante la negativa chilena, la flota de Méndez Núñez, compuesta por seis fragatas y una corbeta, se dispuso frente al principal puerto chileno. Había avisado con antelación de sus intenciones, de modo que toda la población abandonó la ciudad. En el puerto se encontraban dos barcos extranjeros, uno norteamericano y otro británico, cuyos capitanes avisaron de que, si se producía el ataque, Estados Unidos y Gran Bretaña responderían adecuadamente.

Fue entonces cuando Casto Méndez Núñez, hombre de honor, español de Vigo y dueño de unas legendarias patillas, pronunció la frase que ha pasado a la historia: "La Reina, el Gobierno, el país y yo preferimos más tener honra sin barcos, que barcos sin honra". Dicho esto, al día siguiente empezó el bombardeo, tal y como había advertido. El primer cañonazo se hizo desde la fragata Numancia, lo que no deja de ser irónico. Duró tres horas y dejó Valparaíso hecho unos zorros. Eso sí, no murió nadie, porque tampoco hay honra si no se cumple con la palabra dada.

Hecha justicia en Chile, la Armada tomó rumbo norte, hacia El Callao, para hacer lo propio en Perú. Allí se había concentrado una pequeña flota aliada a las órdenes del nuevo presidente peruano, Mario Ignacio Prado, que, recordemos, le había dado un golpe de estado al anterior. A las diez en punto de la mañana empezó la batalla. La flota atacante, más fuerte y mejor organizada, fue inutilizando todas las baterías del puerto y anuló la modesta ofensiva naval peruana. A las seis de la tarde, Méndez Núñez ordenó el alto el fuego. Las tripulaciones gritaron al unísono "¡Viva la Reina!" y se retiraron por donde habían venido.

No se había perdido un solo barco, y las bajas eran las concebibles para una batalla en la que se había hecho un uso tan intensivo de la artillería: sólo 43 muertos; compensadas sobradamente por algún episodio heroico, como el de Sánchez Barcáiztegui al frente de la fragata Almansa, que mantuvo la pólvora seca a pesar de haberse declarado un fuego a bordo. "Yo hoy no mojo la pólvora, volaremos antes", dicen que dijo al descubrir el incendio, sabedor de que no hay bomba más destructiva que un barco suicida explotando por los aires. En el lado peruano murieron unos 200 hombres, todos combatiendo con fiereza y valentía, tal y como se presume de españoles de ultramar.

Tras la batalla de El Callao, la flota se dividió para el regreso a España. Una parte lo haría por las Filipinas, la otra por el Cabo de Hornos. Sobre el papel, la guerra continuó durante cinco años, pero no se disparó un tiro más. Al final, entre 1879 y 1885 se fueron firmando los tratados de paz, que incluían el reconocimiento pleno de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas y una buena ración de pelillos a la mar.

Todos se atribuyeron la victoria en esta guerra tan tonta y tan poco guerra. Y lo cierto es que todos ganaron, porque nunca desde entonces –excepción hecha de la Guerra de Cuba, que sí que fue una señora guerra– los españoles de ambos hemisferios hemos vuelto a pelearnos.

 

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