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CIEN AÑOS DEL INSTITUTO FRANCÉS DE MADRID

Calle del Marqués de la Ensenada, nº 12

Los afrancesados que fuimos jóvenes a principios de los 70 nos resguardábamos de la grisura del tardofranquismo tras los sólidos muros de la biblioteca del Instituto Francés de Madrid. Aquel lugar fue un territorio libre donde el espíritu indomable de Voltaire campaba por sus respetos. La fórmula "On n'enferme pas Voltaire", que acuñó De Gaulle en los momentos cimeros de la insurrección cultural del 68, se hizo norma universal."No se encierra a Voltaire".


	Los afrancesados que fuimos jóvenes a principios de los 70 nos resguardábamos de la grisura del tardofranquismo tras los sólidos muros de la biblioteca del Instituto Francés de Madrid. Aquel lugar fue un territorio libre donde el espíritu indomable de Voltaire campaba por sus respetos. La fórmula "On n'enferme pas Voltaire", que acuñó De Gaulle en los momentos cimeros de la insurrección cultural del 68, se hizo norma universal."No se encierra a Voltaire".
Voltaire.

El Instituto Francés fue trinchera cultural en los años del general Franco. Franquear su puerta era en suma ser partícipe del viejo sueño de "La république des Lettres". Bastaba inscribirse en la biblioteca para tener al alcance revistas francesas que no se vendían en los quioscos. Alguien hacía la vista gorda.

Y dentro de aquel edificio me tragaba mi dosis de ficción literaria, necesaria para la consolación, aun a sabiendas que "los libros no te llevan al olvido del tormento del ser" (Henri Michaux dixit).

La lectura nunca fue –ni es– un chute para la desmemoria. Es más bien la gran constructora del presente, la organizadora que marca tu trayecto moral.

Cada individuo tiene su propio recorrido sentimental, en las calles o lugares por los cuales ama transitar. La arquitectura es la hermana gemela de la lectura. Ambas son grandes edificaciones espirituales. El que lee ve cosas que otros no ven, y cabría preguntarse: ¿qué demonios puede ver el que no lee?

Mi Madrid de aquellos años 70 –y de hoy– cabe en ese triángulo casi imposible que forman el Instituto Francés, la Biblioteca Nacional y el viejo café El Espejo. Tengo, como muchos, historias personales ligadas a esas piedras que rodean el Instituto: Las Salesas, las escaleras del primer Convento de la Visitación o el frontispicio del entonces Tribunal de Orden Público, hoy Tribunal Supremo. Entre esas calles algún día soñé. Y me ocurrieron anécdotas que hoy me hacen reír. Yo, que siempre me distancié de la política, por falta de arrojo fundamentalmente, me recuerdo doblando la esquina de la Calle del Marqués de la Ensenada para dirigirme hacia la entrada del TOP, donde se juzgaba a los 10 hombres del proceso 1001. Fue en diciembre de 1973. La policía había cortado las dos entradas de la calle. Era temprano y el silencio era impactante. En mi cabeza, sin embargo, todos rugían, pero sólo dentro de mi cabeza. Mucha gente en una estrecha fila se pegaba a la pared grisácea de las Salesas. Como una autómata seguí hacia delante. Realmente, en aquel momento no sabía si quería entrar en la sala del juicio o en la sombría arquitectura del Instituto, que siempre pareció ampararme.

Ungris me paró los pies. Los que estaban conmigo me adelantaron. Nos separamos unos metros, pero vi cómo los paraban a ellos también. El gris me pareció bastante bajito, su mirada llegaba justo a la altura de mis ojos; me preguntó con sorna que adónde iba. No supe qué decir. Le enseñé el DNI, me lo devolvió. Finalmente, conseguí balbucirle: "Al 1001", pero pensaba para mis adentros: "Al Instituto Francés". Sí, ésa era una buena coartada. El policía acentuó su mueca sardónica y le oí decirme:

Pues te creerás que a estas horas vas a poder entrar. Mira éstos de ahí, están desde las seis de la mañana, y no van a entrar, así que...

Me miró entonces a la cara:

Así que... la próxima vez, para ver al Camacho ése, intenta madrugar más. Venga, fuera de mi vista.

Aliviada, di la espalda a esa fila de seres convertidos en cola de lagartija adormecida contra el muro lateral de la Plaza de la Villa de París y desaparecí, engullida por la anchura de la Castellana. Entonces Avenida del Generalísimo.

Para celebrar sus cien primeros años, el director del Instituto, Serge Fohr, y el embajador de Francia, Bruno Delaye, presentan un bonito a la par que excelente libro-catálogo, hecho de fotos y de cronología significativa de los actos y las personalidades que han dado forma a este centro decisivo en el intercambio cultural entre Francia y España. Las fotos muestran, por ejemplo, el primer proyecto arquitectónico, ideado por André Galéron y Daniel Zavala y llevado a la práctica en 1913, así como la nueva fisonomía de la casa (1990), obra de José Manuel Sanz y Juan López- Riobóo.

Un riguroso trabajo cronológico vale mil veces más que un ensayo. Este catálogo es la síntesis de un siglo de cultura francesa sin comentarios inflados e inútiles. Los nombres lo dicen todo. Por Marqués de la Ensenada pasaron Henri Bergson en 1916, Maurice Ravel en 1924, Paul Éluard (de la mano de Ramón Gómez de la Serna) en marzo de 1936; el hispanista Maurice Legendre; Claude Debussy, acompañado de Joaquín Turina y Manuel de Falla, en 1944...

Los vaivenes de la historia del siglo XX inciden en los avances y retrocesos de las actividades del Instituto. La movilización de las dos guerras mundiales produjo bajas entre profesores, personal no docente y equipo directivo. Hay un recordatorio a los que nunca regresaron.

El Instituto cerró sus puertas durante los tres años de la guerra civil. En noviembre del 39 las reabrió. Extrema tensión. Hay que rehacer lo deshecho, hacer nuevos inventarios porque los ficheros y listados desaparecieron en el 36. Las listas repletas de nombres, en te caso de profesores y alumnos, son siempre una meta de primer orden. Listas para denunciar, para proteger. Es lo que tiene una guerra civil.

Paul Guinard, director entre 1932 y 1962, se debate en los años de ostracismo cultural y sospecha generalizada. No es tiempo de cultura. Pero está claro que se hace, incluso en la adversidad. La victoria de los aliados coincide, aquí, con la autarquía. París decide cerrar su frontera entre 1946 y 1948. La cultura no circula. Sin embargo, surgen homenajes puntuales a Paul Valéry (en el 46), al músico Gabriel Fauré, y al eminente historiador medieval Marc Bloch, Héroe de la Resistencia, en 1947. La reapertura de la frontera, en 1949, coincide con la conferencia que pronuncia Enrique Azcoaga: "Antonio Machado, poeta de la dignidad", para conmemorar el décimo aniversario de su muerte.

El Instituto Francés tiene una vida propia. Hiberna cuando es preciso y sale reforzado. Gana alumnos. Al filo de los años 50, luces entre sombras: homenajes a Louis Jouvet y a Claudel. A Irène Juliot-Curie, en el 56, y al Nobel de Literatura Albert Camus, en el 57. En los 60-70 traspasan la puerta del centro Alain Robbe-Grillet, Roland Barthes, Fernand Braudel. El poeta Pierre Emmanuel recita, y el filósofo Gabriel Marcel diserta sobre "La responsabilidad del filósofo en el mundo actual". Se representa La cantante calva de Ionesco.

La muerte del dictador aligera la dinámica cultural. Jean Pierre Faye presentará Los lenguajes de los estados totalitarios, texto fundamental para análisis posteriores.

Todo cambia rápidamente en los años 80. Las visitas de Jorge Semprún, Baudrillard, Jean-François Lyotard, Felix Guattary, Elisabeth Roudinesco, Philippe Solers y Pierre Broué entusiasman. En febrero de 1993 la mesa redonda "Louis Althusser: maitre á penser" es presentada por el filósofo Gabriel Albiac y por Yann Moulier-Boutang. Un año más tarde, otro filósofo, Bernard-Henri Levy, es invitado a hablar de los Balcanes.

La normalidad después, hasta nuestros días. Nada anómalo que reseñar. Pero lo importante es que el Instituto Francés puso durante años oxígeno a nuestro entorno. En Madrid, durante un largo tiempo puso cara a autores que se compraban en la librería Maspéro de París o en la trastienda de Jesús Moya en Fuentetaja, Calle de San Bernardo.

Fuentetaja... El viejo caserón de cultura-resistente de los años del franquismo es hoy un solar abandonado donde las ratas se mueven a sus anchas, mientras echan un vistazo al también más que abandonado Caserón de San Bernardo: esperan poder penetrar  algún día en él, por alguna rendija. Es el signo de los tiempos. Las promesas institucionales del señor Gallardón no parecen cumplirse. Como vecina de esa maravillosa calle, como amiga de todos los libros que se leyeron en la trastienda de Fuentetaja, no puedo sino sentir vergüenza. Por los libros, fundamentalmente.

L'Institut Français: así se llama y se llamará. Recuerdo que hace unos años alguien pensó en darle un nombre. Como el Instituto Goethe, o el Cervantes. Se abrió un período de sugerencias. Pero finalmente alguien optó, con buen criterio, por que se siga llamando L'Institut Français de Madrid. Fue una gran idea. Sin nombre, el espíritu francés tan dúctil y sabio sigue con su tradición, no elige a nadie y absorbe todas las resonancias fonéticas del francés y la francofonía.

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