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LA MATANZA DE LAS FOSAS ARDEATINAS

Diez italianos por un alemán

El 23 de marzo de 1944, a las tres y media en punto de la tarde, una potente bomba estalló en la céntrica Via Rasella de Roma. En ese mismo instante pasaba por allí, camino del servicio, un nutrido grupo de policías alemanes, todos provenientes de la región italiana del Alto Adigio, recientemente anexionada al Gran Reich y rebautizada Südtirol.


	El 23 de marzo de 1944, a las tres y media en punto de la tarde, una potente bomba estalló en la céntrica Via Rasella de Roma. En ese mismo instante pasaba por allí, camino del servicio, un nutrido grupo de policías alemanes, todos provenientes de la región italiana del Alto Adigio, recientemente anexionada al Gran Reich y rebautizada Südtirol.

La carnicería fue espeluznante. Minutos después, cuando se hubo levantado la polvareda, los transeúntes que corrieron alarmados hasta el lugar de la explosión se encontraron con una escena digna del infierno de Dante. Decenas de cuerpos despedazados esparcidos por toda la calle, sangre, dolor y gritos. El balance: 33 agentes muertos y más de 50 heridos.

No había sido cosa de la aviación aliada, que por aquellas fechas tenía a los ocupantes nazis cogidos con una pinza desde Anzio hasta Nápoles y barría con sus aviones las posiciones alemanas. Tampoco se trataba de un proyectil perdido, ni de la fortuita combustión de un almacén de municiones. Era un ataque terrorista. Había sido planeado y ejecutado por el Comitato di Liberazione Nazionale, un grupo de partisanos de estricta observancia soviética que pretendía castigar a los alemanes antes de que éstos abandonasen Roma, algo que iba a suceder muy pronto. Las fuerzas de ocupación habían declarado la capital italiana "ciudad abierta", es decir, que no pensaban atrincherarse en ella cuando los aliados se acercasen, posiblemente para proteger su patrimonio histórico de una destrucción segura.

La noticia no tardó en llegar al cuartel alemán en Italia, comandado por el mariscal Albert Kesselring, quien, ateniéndose a las leyes de guerra, envió un cable a Adolf Hitler para solicitar la represalia. El Führer la aprobó, dejando en manos de Eberhard von Mackensen, comandante del XIV Ejército –el que ocupaba Italia–, el alcance de la misma. Mackensen se sabía en retirada, pero no quería dejar pasar la oportunidad de dar un escarmiento a los partisanos, para que, ahora que iba a emprender el camino de vuelta a Alemania, se pensasen muy mucho lo de atentar contra sus soldados.

Fijó una proporción de diez a uno: diez italianos debían morir por cada uno de los policías tiroleses asesinados en Vía Rasella. Trescientos treinta italianos debían pasar a mejor vida esa misma noche, ya que el reglamento marcaba que toda represalia de guerra debía tomarse en las 24 horas posteriores al acto que la motivara. Conforme a las normas, debía ser la unidad castigada quien se encargase del desagravio, pero Hitler, que no se debía de fiar mucho de los tiroleses del sur, austriacos italianizados sin el debido adoctrinamiento ideológico, ordenó que lo ejecutasen las leales SS.

En sólo unas horas, las SS romanas, capitaneadas por Herbert Kappler, se apresuraron a vaciar la prisión que la Gestapo tenía en Via Tasso; pero no había suficientes presos, así que asaltaron la cárcel civil de Regina Coeli, cerciorándose de que en la lista figurasen tantos judíos como fuese posible. El general Wilhem Harster, el típico tarado de las SS obsesionado con los hebreos, puso especial empeño en ello y añadió 75 judíos romanos que había arrestado en la calle.

Sólo faltaba el lugar de ejecución. Matar de un golpe a 330 personas, a sangre fría, con disparos de revólver en la nuca no es algo que se pueda hacer en cualquier sitio. Los nazis eligieron un lugar apartado, una mina abandonada a las afueras de Roma: las llamadas Fosas Ardeatinas.

Para cumplir con la letra de la ley –y los alemanes siempre, hasta en las canalladas más infames, han sido grandes cumplidores–, todo debía hacerse con mucha rapidez. Entrada la noche, los presos fueron trasladados en camiones militares hasta la entrada de la mina. Allí, el temido Herbert Kappler, un electricista suabo metido a asesino en serie, esperaba junto a su segundo, el teniente Erich Priebke, con la lista en una mano y un plumín en la otra para ir tachando los nombres de los ejecutados. La represalia no iba a realizarse mediante fusilamiento, sino por un procedimiento mucho más perverso: tiro en la nuca con la víctima de rodillas.

Para evitar contratiempos provocados por posibles problemas de conciencia, antes de empezar la faena Kappler se dirigió a sus hombres, todos oficiales de las SS, y les advirtió: quien no tuviese valor para disparar no tendría más escapatoria que la de ponerse "al lado de los fusilados". Para que no se dijese que no predicaba con el ejemplo, tomó su Luger P08 de la cartuchera, la montó y entró en la mina para participar en la ejecución de la segunda tanda de presos. Cada uno de los SS tenía un cupo que cumplir, con descansos entre tanda y tanda. Según confesó Priebke más adelante, cada uno de los oficiales realizó de dos a tres disparos fatales.

Hicieron falta 67 viajes al interior de la mina para acabar la operación, al final de la cual yacían amontonados en las galerías 335 cadáveres: los 330 previstos más los de cinco infelices que Kappler había colado en la lista. La entrada a la mina fue sellada por los dinamiteros para evitar incómodas peregrinaciones.

Al amanecer, la noticia fue difundida por toda la ciudad, que quedó petrificada por la magnitud de la matanza. Dos meses más tarde, conforme a lo previsto, la Wehrmacht y su cortejo de SS y funcionarios nazis abandonaron Roma.

Un año después habían perdido la guerra, y los italianos exigieron justicia. Se celebraron tres juicios. En el primero, que tuvo lugar en 1946, se juzgó al general Von Mackensen; en el segundo, desarrollado en Venecia un año más tarde, se sentó en el banquillo a Kesselring; el tercero fue en Roma y en 1948: contra Kappler y los SS que los aliados habían conseguido atrapar. Las penas fueron ejemplares, pero ninguna se cumplió en su totalidad. Von Mackensen y Kesselring recibieron sendas condenas a muerte, pero pronto les fueron conmutadas por la cadena perpetua; pues bien, ni eso cumplieron: en 1952 fueron puestos en libertad. Los dos murieron en Alemania de viejos, aunque, eso sí, sin ningún reconocimiento oficial por parte del Gobierno de Adenauer.

Kappler fue condenado a cadena perpetua y no a muerte porque obedecía órdenes y porque, en rigor, sólo se le podía acusar de cinco muertes, ya que las 330 restantes estaban avaladas por el código de guerra. Cumplió condena hasta 1977, cuando, con ayuda de su mujer, se fugó del penal militar de Gaeta escondido en una maleta. Italia reclamó la extradición, pero el entonces canciller Helmut Schmidt se negó arguyendo que Kappler estaba enfermo y que merecía morir en Alemania. Así fue: murió meses después, con 70 años, en su casa de Soltau, en la Baja Sajonia.

Priebke, el voluntarioso ayudante de Kappler, se escabulló de los británicos y consiguió un visado para viajar a Argentina, donde vivió por espacio de 50 años. En 1994, confiando en que ya nada le podría pasar, concedió una entrevista a una televisión norteamericana en su casa de Bariloche. Tras la emisión se produjo un formidable escándalo, que culminó con la extradición del entrevistado a Italia y un nuevo y concurrido juicio ante un tribunal militar... que le absolvió. La polémica sentencia derivó en un río de apelaciones y recursos; hasta que, en 1998, Priebke fue condenado a cadena perpetua, que, por su avanzada edad, habría de cumplir en su inexistente domicilio italiano.

Priebke sigue entre nosotros: acaba de cumplir 97 años y vive recluido en un piso de la Via Panisperma de Roma, a sólo cinco manzanas de la Via Rasella, donde hace 66 años estalló una bomba a las tres y media en punto de la tarde, dando comienzo a la tragedia.

 

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