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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La Academia de la Historia y su diccionario

Hace muchos años, allá por 1976, las cosas de la vida me llevaron a trabajar en La Gaya Ciencia, una pequeña editorial que dirigía Rosa Regàs cuando aún no era la Rosa Regàs que todo el mundo conoce hoy. Mi cometido allí era la corrección y el armado de los originales de unos libritos que se hicieron muy populares y se vendían a miles en los kioskos de prensa. Constituían la BDP o Biblioteca de Divulgación Política.


	Hace muchos años, allá por 1976, las cosas de la vida me llevaron a trabajar en La Gaya Ciencia, una pequeña editorial que dirigía Rosa Regàs cuando aún no era la Rosa Regàs que todo el mundo conoce hoy. Mi cometido allí era la corrección y el armado de los originales de unos libritos que se hicieron muy populares y se vendían a miles en los kioskos de prensa. Constituían la BDP o Biblioteca de Divulgación Política.

Eran unos volúmenes con una cartela verde, muy breves y muy claros, en los que cada uno contaba su versión de las cosas: ¿Qué es el socialismo?, por Felipe González; ¿Qué es el carlismo?, por Carlos Hugo de Borbón-Parma; ¿Qué son los socialdemócratas?, por Francisco Fernández Ordóñez; ¿Qué son las Comisiones Obreras?, por Marcelino Camacho, etc. Debo decir que estoy orgulloso de haber participado, desde mi muy modesto lugar, en esa tarea, esclarecedora en aquel momento de eclosión, seis meses después de la muerte de Franco, en la que colaboró casi toda la clase política de entonces, y que me parecía y me parece fundada en un buen criterio. Un buen criterio político, que no un buen criterio histórico. Aquellos textos pueden servir al historiador de hoy como fuente en la que averiguar el discurso más o menos oficial de los que eran o serían dirigentes de la transición, incluido Josep Tarradellas, quien cerró la serie con ¿Qué es la Generalitat de Cataluña?, cuya lectura hoy sonrojaría –si se sonrojaran– a los nacionalistas catalanes.

Pues bien, ese criterio, el de "Diga usted lo suyo para que la gente se entere", es el que, en un alarde de desprecio por las aspiraciones de la Historia a constituirse en ciencia, ha empleado la Academia de la Historia para elaborar su Diccionario Biográfico Español. Por lo cual encargó la biografía de Felipe González a Juan Luis Cebrián y la de Francisco Franco a Luis Suárez, y así el resto. El resultado es un montón de tomos de Memoria, que no de Historia, que ha irritado a todo el mundo en la España guerracivilista, como era de esperar, y que, al igual que la vieja BDP, puede servir de fuente a futuros historiadores científicos, que se asombrarán de que una institución supuestamente seria haya hecho algo así en pleno siglo XXI.

Para colmo, el presidente de la academia, don Gonzalo Anes, declara no haber leído la entrada correspondiente a Franco, y en un comunicado institucional se dice que cabe la revisión y la rectificación. En el artículo de El País en que se le entrevista se explica también que la biografía de Rita Barberá fue encargada a uno de sus asesores, y la del general Armada, a su yerno. Ni el asesor de la valenciana, ni el yerno de Armada ni Juan Luis Cebrián son historiadores: ésa es la primera tara que ha de corregir esta gente, que dice que Pío Moa, por ejemplo, no es historiador, y que jamás lo aceptará entre sus huestes.

Pero ¿qué significa que una academia de supuesto perfil científico revise y rectifique, asustada ante lo que ha suscitado su producción? El pasado viernes 3 de junio, El Mundo publicaba en la portada de su edición en papel la fotografía de una algarada minoritaria que tuvo lugar a las puertas de la Academia. En ella aparecen unos cuantos señores (como en los países árabes, no se ven mujeres), muy mayores de edad, desplegando unos carteles en los que se lee: "La historia la escriben los vencedores" (éstos sostenidos cabeza abajo) y "Franco ¿Autoritario? ¿Totalitario? Dictador Fascista Cobarde". Por un lado, es como si los vencedores fuesen los que son: Cebrián o el yerno de Armada. Por otro, es como si un grupo de viejos sans-culottes del Terror se concentraran ante la casa de Pasteur para negar los microbios (y para colmo Pasteur, representado por el señor Anes, prometiera volver al microscopio a mirar bien para rectificar).

Hace rato que sabemos, y lo ha ratificado José Javier Esparza en su Juicio a Franco, que Franco era muchas cosas, pero no fascista, porque no cabe en las definiciones de género, y tampoco cobarde. Y para los ignorantes de los carteles –el saber tiene límites– ni autoritario ni totalitario son atributos de un dictador. Y yo digo desde aquí, ahora, que tampoco es técnicamente posible decir que el franquismo fuera totalitario, entre otras cosas, porque carecía de medios técnicos y de personal para ello: los servicios de información y la policía eran patéticamente ineptos, y los serenos no eran Sitel. (Todo lo que los serenos sabían de uno, ahora lo ponemos en Facebook). En cualquier caso, el encargar a Luis Suárez, que sí es un historiador de verdad, la biografía de Franco es tan adefesio como encargar la de González a Cebrián: ambos están invalidados por la cercanía al personaje. Hubiese sido bastante más sensato pedir la labor a Esparza, a Jesús Palacios o a Pío Moa, personas que saben historia y no hacen ejercicios de memoria.

El diccionario es, pues, tal como está, un resultado de la política histórica del PSOE, que no remediaron los ocho años de Aznar ni remediarán los que Mariano Rajoy pase al frente del ejecutivo, porque la derecha española carece de una política histórica alternativa. Ninguna ley de cuantas aprobó el zapaterismo es más siniestra ni ha sido menos respondida desde el PP que la de memoria histórica, que impuso por la fuerza el agit-prop socialista y una versión del pasado, al estilo soviético. Los comunistas rusos tenían una academia dedicada a la revisión y reescritura del pasado según los cánones leninistas (la tarea la había iniciado el propio Lenin en El desarrollo del capitalismo en Rusia). Desfacer el entuerto legado por los académicos marxistas llevará décadas, si no siglos, porque, además de reformar el pasado, procedieron a la destrucción de documentos irreemplazables, que es lo que se quiere hacer aquí y ahora, por poner sólo un ejemplo, con el Valle de los Caídos (Stalin ya lo hubiera volado, estos cretinos están obligados a hacerlo poco a poco).

No serán muchos los suscriptores de los cincuenta considerables volúmenes del señor Anes, pero a no tardar mucho estarán on line. Uno recomendaría modestamente no consultar las entradas correspondientes al siglo XX. Por el momento, porque no tengo idea de qué dirán los colaboradores sobre los Reyes Católicos: igual encargaron las biografías a un descendiente de Muza o de Tarik.

 

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