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LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

La Bomba

La bomba atómica está indisolublemente unida a la Guerra Fría. Hasta cierto punto, la historia de las armas y la estrategia nucleares es la historia de la Guerra Fría. Es más, la Guerra Fría fue probablemente sólo fría y no caliente gracias a las bombas atómicas.

La bomba atómica está indisolublemente unida a la Guerra Fría. Hasta cierto punto, la historia de las armas y la estrategia nucleares es la historia de la Guerra Fría. Es más, la Guerra Fría fue probablemente sólo fría y no caliente gracias a las bombas atómicas.
Otra cosa es la influencia que la Bomba pudiera tener en el origen de dicho conflicto. ¿El que los Estados Unidos la poseyeran fue lo que hizo que los aliados se tornaran enemigos? ¿Hasta qué punto fue la causa de que el Ejército Rojo no siguiera avanzando hacia Occidente, aprovechando su abrumadora superioridad en hombres y armas convencionales sobre norteamericanos, británicos y franceses? No es posible contestar de un modo concluyente a estas preguntas. Pero sí podemos dar un repaso a los acontecimientos más significativos en lo relativo a la Bomba y el comienzo de la Guerra Fría.

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Desde que la aviación se convirtió en un arma se tomó en consideración la posibilidad de que las guerras pudieran decidirse desde el aire. No se trataba de utilizar aviones en el campo de batalla, pues ahí no parecía que pudieran ser decisivos, sino para castigar a la inerme población de las ciudades, al pueblo que financia y apoya al ejército enemigo. Así fue como nació el bombardeo estratégico: el adjetivo estratégico pretende resaltar, precisamente, su supuesto carácter decisivo.

La finalidad del bombardeo estratégico era tanto su razón de ser como su justificación moral. Atacar desde el aire a población indefensa no parecía que fuera algo muy honorable. La única forma de justificarlo pasaba por sostener que era útil para poner fin a la guerra en cuestión; un fin victorioso para el bombardeador, por supuesto. El fin del bombardeo estratégico no era, pues, matar indiscriminadamente a la población de la nación enemiga, sino doblegar la voluntad de ésta golpeándola allí donde se la supone más débil, en su población civil, mucho menos dispuesta que sus soldados a resistir los horrores de la guerra.

En los inicios de la aviación se tuvo la impresión de que el bombardeo estratégico no terminaba de ser todo lo eficaz que debía por falta de capacidad de los aparatos. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial demostró que, aunque los aviones lograran descargar toneladas y toneladas de explosivos, el bombardeo estratégico no era capaz por sí solo de doblegar voluntad alguna. Se acabó suponiendo que su empleo tan sólo servía para procurar sufrimiento y pérdidas inútiles.

A pesar de su demostrada ineficacia y de las indudables dificultades morales que su uso planteaba, norteamericanos y británicos hicieron profuso uso del bombardeo estratégico contra las poblaciones civiles de Alemania y Japón. Hay dos razones para explicarlo. La primera es que los aliados se habían conjurado para no aceptar nada que no fuera la rendición incondicional de sus enemigos. El bombardeo estratégico podía no ser decisivo, pero ayudaría a obtener esa clase de rendición. La segunda era la elevada consideración que Gran Bretaña y Estados Unidos tenían de la vida de sus propios soldados. Por pocos que fueran los soldados propios que el bombardeo estratégico pudiera salvar, eran suficientes para justificar las miles de muertes de civiles enemigos que acarreara. Se partía de la base de que eran los pueblos los que sostenían a sus gobernantes, por lo tanto, eran tan responsables como ellos de la guerra y, en consecuencia, un objetivo lícito.

Estos planteamientos no tienen por qué ser correctos, no ya en el ámbito moral, sino sobre todo en el estratégico. La población civil que lo padece contempla el bombardeo como una acción inmoral y cruel del enemigo que, además de estas dos cosas, es cobarde e innecesaria. Así percibido, el bombardeo, lejos de impulsar los deseos de paz del pueblo agredido, puede estimular en él la voluntad de resistir y vencer. La decisión de bombardear puede por tanto producir un efecto contraproducente sobre el pueblo que sostiene y alienta al gobierno y al ejército enemigos. En efecto, el control que el pueblo ejerce sobre su gobierno y, a través de éste, sobre su ejército puede ser más o menos estrecho, pero, en última instancia, resulta decisivo, porque no hay gobierno ni ejército en el mundo capaz de sostener una guerra a la que se oponga la mayor parte del pueblo en cuyo nombre se libra. Tienen razón los partidarios del bombardeo estratégico cuando afirman que doblegar la voluntad de resistencia del pueblo enemigo es esencial. En lo que puede que no la tengan es en que la mejor forma de hacerlo sea bombardeando ciudades.

Pero llegó la Bomba, y todo cambió.

El Proyecto Manhattan, el programa secreto en virtud del cual Estados Unidos se dotó de una bomba basada en la fisión nuclear, se inició y aceleró frenéticamente por el temor a que Hitler se hiciera con la Bomba antes de que terminara la contienda. Es verdad que la Alemania de Hitler había comenzado a investigar las posibilidades militares de la fisión nuclear. Pero no lo era menos que había abandonado toda investigación, al no dar con el isótopo capaz de generar la reacción en cadena que exige una explosión nuclear.

En Estados Unidos no conocían esta decisión. Cuando finalmente supieron que Alemania no descubriría bomba alguna y que sería derrotada antes de que los norteamericanos pudieran atacarla con ella, la investigación... siguió su curso, a un ritmo aún más frenético, para poder emplearla contra el Japón. Cuando estuvo lista, se suponía que faltaba un año para el final del conflicto. Los norteamericanos calcularon que les costaría un millón de bajas ocupar isla a isla el territorio japonés si era cierto, como todo hacía presagiar, que los nipones estaban dispuestos a combatir hasta el último hombre en defensa de cada metro cuadrado de su territorio. Si esos cálculos eran correctos, el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima puede considerarse una decisión moralmente aceptable y militarmente acertada.

Surgen sin embargo dudas respecto a la que se dejó caer sobre Nagasaki. Hiroshima fue bombardeada el 6 de agosto de 1945. Nagasaki sufrió la misma suerte tres días más tarde. ¿Era necesario lanzar esa segunda bomba en tan poco tiempo? ¿No hubiera sido mejor esperar unos días a ver si el Imperio del Sol Naciente se rendía sin necesidad de atacarlo una segunda vez con la misma terrible arma? Sobre los norteamericanos pesa la acusación de que quisieron lanzar la segunda bomba inmediatamente después de la primera para poder probarla, ya que estaba construida de un modo diferente. La de Hiroshima había sido fabricada a base de Uranio 235, mientras que la de Nagasaki era de plutonio: los procedimientos de fabricación eran también distintos.

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Otra de las acusaciones vertidas contra Truman, que, tras la muerte (en abril) de Roosevelt, ostentaba la Presidencia de EEUU, fue la de que quiso emplear la bomba contra Japón no porque fuera necesario para ganar la guerra, sino para enseñar a los rusos qué podía ocurrirles si se les pasaba por la cabeza seguir avanzando hacia Occidente desde sus posiciones consolidadas en Europa Oriental.

Es difícil saber hasta qué punto esta consideración pudo pesar sobre Truman. La verdad es que el presidente norteamericano había confiado a Stalin en Potsdam (julio de 1945) que habían dado con una poderosísima arma. El día 24, después de la sesión plenaria, Truman se acercó al georgiano y le dijo que los Estados Unidos habían probado en fechas recientes "un arma de insólita capacidad destructiva". Stalin no preguntó nada al respecto, y se limitó a manifestar su esperanza de que los norteamericanos hicieran "buen uso de ella contra los japoneses". A Truman le sorprendió que el dictador soviético no mostrara la más mínima curiosidad. No tenía por qué: sus espías en Los Álamos, Klaus Fuchs y David Greenglass, lo tenían perfectamente al corriente del Proyecto Manhattan.

Si el motivo principal de Truman para lanzar la bomba atómica hubiera sido asustar a los rusos, jamás le habría comentado nada a Stalin y habría esperado a que él mismo viera los efectos del terrible descubrimiento.

El caso es que los norteamericanos enseñaron a todo el mundo, y por tanto a los comunistas rusos, qué arma habían descubierto. Nadie tenía por qué saber que las dos bombas empleadas en Hiroshima y Nagasaki (Little Boy y Fat Man, las llamaron) eran las dos únicas que habían fabricado hasta el momento, y que tardarían meses en disponer de más.

No obstante, la casi inmediata rendición del Japón una vez arrojadas las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki pareció demostrar que el bombardeo estratégico, si se efectuaba con armas nucleares, era capaz de lograr el objetivo que se le marcó desde un principio: ganar guerras sin apenas sufrir bajas. Conviene tener presente que los bombardeos sobre Tokio de febrero a agosto de 1945 con bombas incendiarias causaron más bajas que las bombas de Hiroshima y Nagasaki juntas, pero no lograron rendir al Japón.

La conclusión de los estrategas norteamericanos fue la siguiente: era posible obtener la rendición de cualquier nación enemiga sin apenas sufrir bajas atacando con armas atómicas sus principales centros urbanos.

El pensamiento estratégico soviético, por su parte, restó importancia al descubrimiento de la Bomba. Concluyeron que no era más que una nueva forma de bombardeo estratégico, y que esta táctica había demostrado ser de una importancia marginal durante la Segunda Guerra Mundial. Si el Japón se había rendido tras los bombardeos fue porque estaba exhausto y a punto de sucumbir, con bombas atómicas o sin ellas.

Harry Truman.Hasta cierto punto, ambos tenían razón. El Japón se rindió a la bomba atómica. Es imposible saber cuánto tiempo y cuánto sufrimiento hubieran sido capaces de aguantar los japoneses antes de rendirse en el caso de que hubieran tenido que ser derrotados sólo con armas convencionales, pero puede afirmarse que los infantes de marina hubieran tenido que sufrir muchas más bajas de las que ya habían soportado desembarcando en sucesivas islas antes de lograr la rendición incondicional. La bomba puso a los japoneses ante la evidencia de lo fútil de toda resistencia y logró en consecuencia su rendición.

Pero, los rusos tenían razón al decir que en 1945 los japoneses estaban virtualmente derrotados, sin posibilidad real de vencer. Su rendición pues era una cuestión de tiempo que la bomba se limitó a acelerar. No estaba en absoluto garantizado que otro pueblo en otra guerra con oportunidades reales de ganar fuera a rendirse porque sus ciudades sufrieran ataques nucleares. Mucho más si ese pueblo, en vez de estar hacinado en unas pequeñas islas, se hallaba diseminado en un inmenso territorio, como le ocurría al ruso. Mientras su ejército lograra victorias en el campo de batalla, todo pueblo, o al menos el soviético, sería capaz de resistir los sacrificios que el enemigo le infligiera en la retaguardia.

Cuando, a lo largo de 1946 y 1947, las relaciones con los soviéticos se fueron degradando, la posibilidad estratégica de confiar en las armas nucleares para disuadirlos de atacar Occidente se convirtió en una necesidad para los norteamericanos. Sencillamente, norteamericanos, británicos y franceses carecían de las tropas y armas convencionales suficientes para detener el avance del Ejército Rojo en Europa Central si Stalin le daba la orden de avanzar. Truman y sus asesores decidieron entonces que los rusos no se atreverían a atacar si tenían la seguridad de que sus ciudades serían arrasadas con bombas nucleares.

Con independencia de que esta estrategia disuasoria fuera o no realmente eficaz contra los soviéticos, la cuestión era que había importantes dificultades que superar. La primera de ellas era de naturaleza logística. Todavía no se habían desarrollado los misiles balísticos, y los B-29 apenas tenían una autonomía de 4.000 millas. Para que estos bombarderos y su potencial carga atómica fueran creíbles era necesario disponer de bases aéreas bien protegidas y lo suficientemente próximas a la Unión Soviética. Esta dificultad no estuvo del todo superada hasta la llegada de los B-52, unos años más tarde.

La segunda dificultad era de naturaleza estratégica, y nunca fue del todo resuelta durante la Guerra Fría. Quedaba formulada con esta pregunta: ¿tendrían los Estados Unidos las agallas necesarias para contestar con un ataque nuclear masivo sobre las ciudades rusas en el caso de que Europa Occidental fuera atacada por el Ejército Rojo? La cuestión no era sólo si los norteamericanos estaban sinceramente dispuestos a emplear su arsenal nuclear en la defensa de Europa, sino si tal amenaza sería suficiente para disuadir a los rusos de la invasión. Aunque los norteamericanos querían que sus soldados abandonaran Europa dos años después de finalizada la guerra, nunca llegaron a hacerlo del todo... precisamente para hacer creíble esa amenaza. De alguna manera, los soldados norteamericanos estacionados en Europa se constituyeron en rehenes de los países de Europa Occidental. Su misión no era defender Europa, cosa para la que eran demasiado pocos, sino morir cuando Europa fuera invadida por los soviéticos y desencadenar, así, el ataque nuclear. Su presencia hacía creíble que ésta fuera, precisamente, la reacción de Washington en caso de invasión comunista.

Durante los cuatro años (1945-49) que duró el monopolio nuclear norteamericano, éstas fueron las bases del pensamiento estratégico de las dos superpotencias. Ambas adecuaron sus cálculos estratégicos a la realidad de sus capacidades y debilidades. De alguna manera, puede decirse que hicieron de la necesidad virtud. Los rusos menospreciaron el valor estratégico de las armas nucleares porque no las tenían, y siguieron creyendo en lo decisivo de la ocupación del territorio por parte de un ejército numeroso y bien armado porque ése era su principal activo. Por su parte, los norteamericanos confiaron en que los soviéticos no se atreverían a atacar seriamente sus intereses, en Europa o fuera de ella, mientras ello implicara el riesgo de una respuesta nuclear sobre sus ciudades porque ése era el único contraataque con el que podían amenazar. Los rusos no se atrevieron a desafiar a Washington en Europa Occidental, pero sí en otros lugares, y finalmente consiguieron romper el monopolio nuclear. Veremos más adelante dónde y cómo.


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