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CEROS Y UNOS

La guerra de las calculadoras

En los años 50 y 60 se fueron extendiendo los grandes ordenadores, generalmente fabricados por IBM, tanto con fines científicos como administrativos. Pero en buena medida contables, ingenieros y otras gentes de mal vivir seguían haciendo los cálculos a mano o con la ayuda de artilugios como la regla de cálculo.


	En los años 50 y 60 se fueron extendiendo los grandes ordenadores, generalmente fabricados por IBM, tanto con fines científicos como administrativos. Pero en buena medida contables, ingenieros y otras gentes de mal vivir seguían haciendo los cálculos a mano o con la ayuda de artilugios como la regla de cálculo.

Desde la invención de las técnicas necesarias para hacer las cuatro reglas de forma mecánica por parte de Jay Randolph Monroe en 1910 y Christel Hamann en 1911, algunos fabricantes como Friden, Marchant, Facit u Olivetti se habían especializado en fabricar calculadoras más o menos portables. El más ingenioso de estos artilugios fue el Curta, un ingenio mecánico en forma de cilindro que cabía en una mano y que permitió a su creador sobrevivir en el campo de concentración de Buchenwald.

El austriaco Curt Herzstark –ahora entendemos porqué el Curta se llama como se llama– era de madre católica y padre judío. En 1938 estaba desarrollando su idea de un ingenio mecánico para hacer cálculos heredero de la máquina inventada por Leibniz en el siglo XVII cuando se vio felizmente envuelto en el Anschluss. La empresa en la que trabajaba, que era la de su padre, se vio forzada a trabajar para los nazis, y él tuvo que olvidarse de su invento. En 1943 fue enviado a los campos, pero le dieron la oportunidad de salvarse si su calculadora les convencía: el plan era regalársela a Hitler cuando ganara la guerra. Pero claro, ese momento no llegó. No obstante, con esa excusa Herzstark completó su diseño, que comenzaría a fabricar tras la guerra.

Con los enormes tubos de vacío que caracterizaron a los primeros ordenadores, la tecnología electrónica no supuso una gran amenaza para el Curta o el comptómetro, otro de los populares aparatos mecánicos de la época. Pero llegó el transistor y la cosa cambió. Pese a que el circuito integrado fue inventado a finales de la década de los 50, las primeras calculadoras electrónicas que aparecieron a mediados de los 60 aún empleaban los transistores tradicionales debido al coste de los chips, de modo que no eran aparatos de bolsillos sino de escritorio. Fue Friden la empresa que, temerosa de que se le adelantaran otros competidores y le dejaran sin negocio, puso en el mercado en 1963 la primera calculadora construida completamente a base de transistores: la EC-130, que costaba 2.200 dólares, lo cual era tres veces más que los modelos electromecánicos de la época.

En 1965, la empresa de An Wang –inmigrante chino que trabajó con Aiken en Harvard– puso en el mercado la carísima Wang LOCI-2, la primera calculadora programable, a un precio de 6.500 dólares, ni más ni menos. Fue el comienzo de una carrera muy exitosa para la empresa. La calculadora incorporaba 1.200 transistores, que fundamentalmente se empleaban para calcular logaritmos y antilogaritmos de manera muy precisa; de este modo, multiplicaciones y divisiones se convertían en meras operaciones de sumas y restas de los logaritmos de los números con los que se operaba. Era una versión electrónica de la regla de cálculo, por así decir.

 Pero fueron los siguientes modelos de Wang, la serie 300, los que rompieron el mercado, al menos entre el público profesional, gracias a un precio de 1.800 dólares, fruto de mejoras en el diseño que lograron reducir el número de transistores hasta unos trescientos. Aunque aparecieron competidores como la HP-9100A o la Olivetti Programma 101, Wang permaneció como líder del mercado hasta la aparición de las primeras calculadoras equipadas con circuitos integrados en 1970, momento en el que decidió enfocarse en otros negocios al prever la guerra de precios que se iba a desatar. Un tipo listo, sin duda.

Empresas japonesas como Sanyo, Sharp, Canon o Busicom se aliaron con fabricantes norteamericanos de semiconductores para crear calculadoras que funcionaran gracias a circuitos integrados, produciendo ingenios casi de bolsillo como la Sanyo ICC-0081, la Canon Pocketronic y la Sharp QT-8B, que costaban menos de 400 dólares. Pero fue Busicom quien crearía la primera calculadora de bolsillo, la LE-120A, con todas las características que marcarían una época. Incorporaba todas las funciones de cálculo en un solo chip, el Mostek MK6010, una pantalla que representaba los dígitos en formato de siete segmentos mediante LEDs y alimentación a pilas. No obstante, la primera calculadora de éxito en Estados Unidos fue la Bowmar Brain, que se vendió como churros en las navidades de 1971 a un precio de 250 pavos.

La producción en masa de los chips necesarios para fabricar una calculadora produjo un progresivo derrumbe en los precios, colocándose por debajo de 150 dólares en 1972, de 100 en 1973 y de 50 en 1974; poco tiempo después se sustituyeron las pantallas por otras LCD y los chips se fabricaron con tecnología CMOS, lo que abarató y redujo el consumo de las calculadoras aún más. Los modelos de las distintas empresas terminaron siendo casi indistinguibles entre sí, por lo que la tecnología dejó de ser la principal razón del éxito o, llegado cierto punto, la mera supervivencia. El talento a la hora de vender fue clave para determinar el futuro de las empresas que se habían metido en el fregado.

Sólo unos pocos lograron diferenciarse de los demás y no convertirse en una commodity. Hewlett-Packard lo consiguió produciendo en 1971 la primera calculadora científica y, sobre todo, en 1974 con su HP-65, la primera calculadora programable de bolsillo, que fue llevada al espacio al año siguiente en la última misión del programa Apolo por si la computadora de a bordo fallaba. Tenía de hecho mayor capacidad de proceso que ésta, diseñada y fabricada durante los años 60. Hewlett-Packard la anunció como "ordenador personal", el primero uso del término que se conoce.

Aquella guerra de precios produjo un sinfín de bajas. Los que tuvieron más suerte o fueron más listos, como Wang, Sinclair o MITS, lograron reconvertirse a tiempo y fabricar otras cosas. Otros como Busicom o Bowmar simplemente se arruinaron. Al final quedaron las empresas japonesas Sharp y Casio como reinas de las calculadoras baratas y las norteamericanas Hewlett-Packard y Texas Instruments como dueñas del segmento de calculadoras científicas y programables. En los pocos años que duró, la guerra de las calculadoras había permitido demostrar la efectividad de los circuitos integrados, había hecho nacer al microprocesador y, sobre todo, había llevado la electrónica por primera vez a las masas. Las bases de la informática personal habían quedado establecidas, y los primeros ordenadores personales no tardarían mucho en llegar.


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