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CONTEMPORÁNEA

La malvada burguesía

De pronto, a finales del siglo XIX y principios del XX el término burgués se convirtió en algo peyorativo, negativo, odioso. Era sinónimo de vago, ocioso, aprovechado. El aburguesamiento era una denuncia en toda regla que situaba al señalado entre aquellos que carecían de virtudes morales y no se preocupaban por el prójimo.


	De pronto, a finales del siglo XIX y principios del XX el término burgués se convirtió en algo peyorativo, negativo, odioso. Era sinónimo de vago, ocioso, aprovechado. El aburguesamiento era una denuncia en toda regla que situaba al señalado entre aquellos que carecían de virtudes morales y no se preocupaban por el prójimo.

La campaña que los enemigos del liberalismo hicieron contra la burguesía fue tremenda: no sólo era deplorable su sistema político y económico, el parlamentarismo y el capitalismo, sino que su cosmogonía, sus costumbres, sus modales y su cultura eran elementos que había que eliminar si la Humanidad quería avanzar. Los hábitos burgueses eran ridiculizados en la prensa, las novelas y el teatro, y los estereotipos cómicos del hombre y la mujer aburguesados formaban parte del discurso político. Lo moderno era pertenecer al pueblo, al proletariado, a la nación o a la masa, no a la burguesía, que, según esa opinión, había fracasado y era la causa de todos los males del momento... en Occidente y en las colonias.

La acusación partía de grupos políticos que pretendían establecer regímenes totalitarios o autoritarios, vertebrados por un poder omnímodo de supuesto origen popular que cumpliría el destino histórico de la clase/la raza elegida. Eran grupos que buscaban el favor de los descontentos, los agraviados, los desfavorecidos, los rencorosos y los ambiciosos. Y es que la moda, a principios del siglo XX, era ser totalitario, defender fórmulas de ingeniera política y social que construyeran sociedades nuevas sobre lo que Oswald Spengler llamaba "decadente", lo burgués.

Fueron pocos los que salieron en defensa de la burguesía, símbolo entonces de la libertad y la individualidad, como señaló Julien Benda. El discurso político de trazo grueso se imponía. El término decimonónico pasó a ser sinónimo de viejo, ridículo y gastado.

Pues bien: la herencia política, cultural, social y económica de la burguesía del XIX es más valiosa que la que han legado sus enemigos.

La burguesía derribó el Antiguo Régimen. Como señalaba François Furet –siguiendo a Tocqueville–, el Tercer Estado se encargó de difundir las ideas que permitieron dar voz a la razón y asentar la libertad –sobre el reconocimiento de los derechos individuales–. Las ideas buguesas protagonizaron revoluciones no exentas de violencia, sí, pero de un nivel muy inferior al de las guerras dinásticas, religiosas o territoriales que asolaron Europa hasta finales del siglo XVIII, o las que provocaron los totalitarismos en el XX. Esos burgueses pusieron en marcha regímenes constitucionales capaces de acoger la defensa de cualquier idea política o social, así como de ir avanzando hacia la democracia.

No sólo eso: aquella burguesía construyó la economía moderna, los mercados nacionales; impulsó como nunca el transporte y la comunicación humana, y aplicó a la vida cotidiana los fenomenales descubrimientos científicos del momento.

La vida cultural fue muy intensa, a pesar de los altos pero decrecientes niveles de analfabetismo. Las generaciones españolas que protagonizaron el siglo XX hasta la instauración de la Segunda República, empezando por la del 98, son hijas del entramado cultural y educativo burgués del XIX. En la literatura, el teatro y el periodismo brillaron gentes como Quintana, Larra, Mesonero Romanos, Francos Rodríguez; Bécquer, Espronceda, Galdós, Pedro Antonio de Alarcón, Clarín y Juan Valera. También hay que mencionar la pintura de los hermanos Madrazo, Manuel Castellanos, Mariano Fortuny, Sorolla, y a músicos de la talla de Ruperto Chapí, Tomás Bretón, Emilio Arrieta y Federico Chueca. Idéntico esplendor alcanzaron la Gran Bretaña victoriana, la Francia de Luis Felipe y el II Imperio, la Italia de Víctor Manuel II y del Risorgimento, o los Estados Unidos de Edison, Poe, Irving, Hawthorne y Twain.

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Pero ¿qué era un burgués? El historiador alemán Jürgen Kocka ha escrito que, en el XIX, burgués era aquel que dominaba las nuevas formas económicas del capitalismo y contaba con una formación profesional e intelectual más o menos elevada; también concedía esa etiqueta a los funcionarios, los mandos militares altos y medios y los pequeños comerciantes. En total, especula, constituían el 13% de la población europea. El burgués no era noble ni proletario; de ahí que la suya fuera la clase media.

La de Kocka no es una caracterización suficiente, porque el dominio de la burguesía trascendía lo económico y lo político. Werner Sombart, en su celebrada obra El burgués (1913), definía a éste por su espíritu, por ese ánimo suyo de progresar aplicando la razón y la ciencia a la vida económica y política. Cualquiera podía llegar a ser burgués: he aquí la grandeza de la burguesía... y la causa de tantas frustraciones. Por todo ello, la burguesía era heterogénea y abierta.

Los burgueses extendieron sus valores –austeridad, laboriosidad, probidad y solvencia–; el gusto por el trabajo bien hecho, por lo bello, por el goce sensorial, algo muy ligado al romanticismo, corriente decisiva del Ochocientos. La burguesía influyó poderosamente en todos los órdenes de la vida, en la moda, el ocio, el protocolo, las relaciones humanas... Fundó espacios de sociabilidad como los clubes y los casinos. La sociedad entera era o quería ser burguesa. O eso parecía.

Si la nobleza europea se fue integrando en el modo de vida burgués, en su espíritu, y los obreros querían ser o vivir como burgueses, ¿por qué burgués acabó siendo sinónimo de malvado? Por el ataque de las fuerzas reaccionarias –que veían en la Ilustración y el liberalismo un castigo divino– y el de los grupos socialistas emergentes, que no vacilaron en utilizar el sistema liberal para medrar y expandirse. Los socialistas estaban en la lucha de clases, y consideraban que la instauración del socialismo exigía la eliminación de la burguesía, de su sistema político y económico, de sus valores y su cultura.

La liquidación de la burguesía se intentó por todas las vías, y dio lugar a incontables atentados y magnicidios. De esos intentos de eliminación de la malvada burguesía, y de la imposición de visionarios proyectos para la instauración de una nueva era, procedieron las convulsiones del siglo XX.

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