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ESPAÑA

La necesaria temporalidad del franquismo

Cuando, el primero de abril de 1939, terminó la Guerra Civil, pocos imaginaban que lo que comenzaba en ese mismo instante era un régimen personalista que iba a durar casi cuarenta años.


	Cuando, el primero de abril de 1939, terminó la Guerra Civil, pocos imaginaban que lo que comenzaba en ese mismo instante era un régimen personalista que iba a durar casi cuarenta años.

Mirado ahora, en retrospectiva, se nos antoja que los fundadores del franquismo contaban con una cuidada hoja de ruta desde el primer momento; es decir, que Franco y sus generales tenían clarísimo qué iban a hacer con el poder recién conquistado y qué tipo de Estado iban a erigir sobre las cenizas de la República y la Monarquía alfonsina.    

Nada de eso. El franquismo se construyó lenta e improvisadamente, y a veces sobre sus propias ruinas. El régimen, dirigido por una sola persona, bastante más astuta que inteligente, dio volantazos, se adaptó a los tiempos y adquirió mil caras. Así, ante la gente de orden, misa diaria y convicciones conservadoras se presentó como una suerte de segunda parte de la Restauración, con ciertas licencias a tono con la época; ante los falangistas, como el ejecutor de la revolución nacional-sindicalista anunciada por el fundador de Falange y su socio, Ledesma Ramos; ante la Iglesia, como una bendición caída del cielo para salvar la civilización cristiana...

Para Occidente, el franquismo representaba la estabilidad, factor especialmente importante tras la derrota de la Alemania nazi y el inicio de la Guerra Fría. España era vista como un país exótico, aislado y empobrecido, con un Tirano Banderas al frente del que los gobernantes de los demás países podían fiarse. Para los que habían padecido la guerra en sus propias carnes y no simpatizaban con los vencedores, el franquismo no ofrecía libertad, pero sí tranquilidad y una cartilla de racionamiento. Eso, tal y como estaban las cosas, ya era mucho.

El franquismo sobrevivió a todo menos a su fundador. Se trataba de un proyecto personal atado a unas circunstancias históricas muy concretas, las de los años cuarenta. Con sólo cambiar una fecha o un acontecimiento, todo se hubiese venido abajo. Luego, y esto fue mérito de Franco, vino la consolidación y la institucionalización de un régimen cuya forma final no tenía clara ni su propio fundador.

Así, los Principios Fundamentales del Movimiento no entraron en vigor hasta 1958, cuando ya habían pasado dos decenios del final de la guerra. La Ley Orgánica del Estado, que es la que dio forma definitiva al régimen, no fue promulgada hasta 1967, cuando Franco encaraba la recta final de su vida. Estaría en vigor sólo diez años, y los Principios Fundamentales veinte: una nadería, en comparación con la Constitución de 1876 o la actual, que lleva ahí 32 años sin que apenas haya experimentado cambios ni parezca que vaya a ser reformada sustancialmente en el futuro inmediato.

El franquismo fue, por lo tanto, un régimen temporal y en continua transformación. Su primera ley fundamental –el Fuero del Trabajo–, promulgada en 1938, era una copia de la Carta del Lavoro mussoliniana (1927). La última, la Ley de Reforma Política, ratificada en referéndum en 1976, abrió la puerta a una democracia parlamentaria de corte liberal. Curiosamente, la una y la otra se concibieron desde el respeto a la legalidad de lo que entonces se llamaba "el 18 de Julio". Pocas dictaduras han sido tan extrañas en lo institucional como la de Franco; quizá por eso es tan complicado homogeneizar su régimen.

Los que vivieron el franquismo de principio a fin saben que la España de 1939 poco tenía que ver con la de 1975. Y no ya en renta per cápita, también en cuestión de libertades. Ese fue el secreto de su éxito, y la razón por la que el dictador murió en la cama de un hospital madrileño y no en el exilio o frente a un paredón de fusilamiento. Franco jamás tuvo una ideología política definida. Era un simple provinciano monárquico, católico, gente de orden, es decir, el arquetipo del conservador canovista. Había aprendido a desconfiar de la democracia representativa tras la experiencia republicana y, sobre todo, le encantaba mandar.

Si hubiese recreado la Restauración, devolviéndole el trono a Alfonso XIII –aún con vida en 1939–, y reactivado el viejo sistema de turnismo, se habría tenido que volver al cuartel. A eso no estaba dispuesto. Además, durante la guerra unos y otros le habían persuadido de que se trataba de alguien providencial, enviado por el Altísimo para cumplir una misión histórica. Se lo creyó todo, pero no sabía muy bien cómo llevar a cabo semejante empresa, de ahí que diese tantos bandazos.

Tan franquista fue la espantosa década de los cuarenta, consagrada al desquite y a los experimentos fascistoides, como la de los 70, en la que España era ya prácticamente un país occidental como cualquier otro. Por eso la Transición fue tan suave, no se produjeron enfrentamientos civiles a gran escala –como se temía– y no hubo que lamentar más muertes que las ocasionadas por los terroristas de ultraizquierda y ultraderecha. Muerto Franco, no tenía sentido seguir interpretando una partitura en la que cada nota venía dictada por los caprichos políticos –generalmente cambiantes– del dictador.

El franquismo, régimen temporal y excepcional por su momento histórico, duró lo que tenía que durar. Ni un minuto más, ni un minuto menos.

 

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