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ESPAÑA

La persecución religiosa

Por alguna razón no fácil de discernir a primera vista, las izquierdas españolas son probablemente las más sectarias e intelectualmente ineptas de Europa, como he recordado en varias ocasiones.


	Por alguna razón no fácil de discernir a primera vista, las izquierdas españolas son probablemente las más sectarias e intelectualmente ineptas de Europa, como he recordado en varias ocasiones.

La reducción de su pensamiento a cuatro tópicos contradictorios no se ha traducido siquiera en un acuerdo básico entre ellas, pues se han llevado literalmente a matar... excepto en una cuestión: su odio al cristianismo en general y al catolicismo en particular. Odio productor de una literatura increíble tanto por lo abundante como por lo burda y falsaria.

Efecto de esa propaganda ha sido, desde principios del siglo XIX, una larga tradición de agresiones, atentados y ultrajes, con aspiración de sustituir la raíz de la cultura occidental por cuatro ideas mal asimiladas o utópicas. Pero fue en la II República y en la Guerra Civil cuando los ataques derivaron en una de las persecuciones más intensas y sangrientas que haya sufrido el cristianismo desde su origen.

No podremos entender la historia reciente de España olvidando esa persecución. En Los mitos de la guerra civil (publicado hace ya ocho años, sin que, por cierto, haya sido rebatido durante este tiempo en ningún punto importante) hice un resumen de aquellos hechos. Las izquierdas empezaron la persecución con la quema de más de un centenar de iglesias, bibliotecas y obras de arte, actos proseguidos más esporádicamente en los años siguientes, complicados con asesinatos durante las dos semanas que duró la insurrección guerracivilista de octubre del 34. Tras la imposición del Frente Popular en febrero de 1936, los ataques se intensificaron, con incendios de cientos de templos, algunos de gran valor artístico, y agresiones de todo género. Y al reanudarse la guerra civil, en julio de ese año, la persecución arreció de forma auténticamente feroz: fueron asesinados unos siete mil clérigos (obispos, monjes y monjas, sacerdotes) y otros miles más de fieles por el mero hecho de confesar su fe. Los asesinatos –es también un rasgo importante– fueron perpetrados a menudo con un sadismo y una vesania inauditos, índice de la barbarie inducida por una larga y brutal propaganda.

La persecución tuvo todos los caracteres de un genocidio, no solo porque trataba de eliminar sangrientamente al clero, sino porque aspiraba a erradicar hasta la memoria de la cultura cristiana en España. Fueron destruidas total o parcialmente, y saqueadas a menudo, unas 20.000 iglesias, ermitas y capillas, y con ellas obras de arte invalorables; incendiadas bibliotecas como la franciscana de Sarriá, con cien mil volúmenes; la de Igualada, con cincuenta mil; la del seminario de Barcelona o la de los capuchinos, con cuarenta mil, y las de muchos particulares tenidos por personas religiosas, que sumaban decenas de miles de libros más, esto solo en Barcelona. Algo semejante ocurrió en Madrid y, a menor escala, en muchas otras provincias, donde ardieron monasterios y edificios con sus bibliotecas, museos, archivos, retablos, pinturas, tallas... Todo ello acompañado de profanaciones y ultrajes de todo género. La cruz fue erradicada del espacio público y destrozada incluso en los cementerios.

Toda esta barbarie –¡realizada a menudo en nombre de la cultura!– convierte a las izquierdas españolas en un caso único dentro de Europa Occidental: puede considerarse el resultado de esa combinación de ausencia de pensamiento y de propaganda furiosa y básicamente falsaria. El clero era presentado como una caterva de individuos depravados, explotadores, ignaros y oscurantistas, enemigos de la cultura (la destrucción de bibliotecas y centros de enseñanza por las izquierdas indica el sentido de la palabra cultura en boca de los perseguidores); los curas se dedicarían a convertir los templos en fortines de la "reacción", desde los cuales "disparaban contra el pueblo", etc. La mentira deliberada y exacerbada desempeñó un papel clave en aquellos sucesos.

Con la transición pareció que los odios y vesanias del pasado quedaban superados, pero la verdad es que las izquierdas actuales han seguido identificándose, política y sentimentalmente, con el sanguinario Frente Popular y no han expresado el menor sentimiento o análisis autocrítico por la gigantesca masacre. Es más, no es raro observar de su parte referencias burlonas o despectivas a ella. Ni siquiera han prestado atención, desde un punto de vista meramente laico, a los tremendos daños infligidos al patrimonio cultural, artístico e histórico del pueblo español. El talante ha empeorado con el actual gobierno, cuyo jefe de ha proclamado "rojo". Consecuente con ello, ha tratado de imponer desde el poder la versión fantástica de la guerra civil cultivada por los comunistas, como un enfrentamiento del fascismo y la democracia (una democracia compuesta, nunca se olvide, por marxistas, stalinistas, anarquistas, golpistas republicanos y racistas del PNV, bajo la protección de Stalin). De donde deriva la exaltación (¡por ley!) de los incendiarios y chekistas como "víctimas" del franquismo, e igualados a los inocentes. Dicho gobierno ha orquestado y financiado campañas para erradicar la cruz del espacio público y de la enseñanza, bajo cuyo aliento ha resurgido la vieja verborrea. Acompañada de agresiones, amenazas y violencias hoy por hoy menores, pero alarmantes, dados los precedentes. Otro pésimo indicio es el acoso, envuelto como siempre en falsedades, al Valle de los Caídos.

Por ello no debe olvidarse el pasado. Un pueblo que lo olvida puede repetir lo peor de él.

 

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