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DOMINGO MALAGÓN

La posteridad no es igual para todos

Dos hombres, dos resistentes, ambos nonagenarios, han muerto en esta primavera. Lo que les unió: la resistencia clandestina al nazismo y al franquismo. El primero se llamaba Domingo Malagón y el segundo, Raymond Aubrac.


	Dos hombres, dos resistentes, ambos nonagenarios, han muerto en esta primavera. Lo que les unió: la resistencia clandestina al nazismo y al franquismo. El primero se llamaba Domingo Malagón y el segundo, Raymond Aubrac.

Hablo de dos hombres que, sin conocerse, bien pudieron cruzarse en el sur de Francia en el año 43. En aquellos años, Raymond Aubrac fundaba el movimiento Libération Sud y Domingo Malagón se convertía en el mago de la falsificación para los clandestinos españoles. Ambos formaron parte del ejército de las sombras.

La misma apuesta moral unió a estos dos hombres. Lo que les separaba: uno era español y el otro francés. Y esta diferencia es sustancial, porque si bien la tierra los recubre ahora a los dos, la posteridad, esto es, la fama póstuma (según la RAE), no será la misma.

Uno recibe funerales de Estado y el otro, silencio de Estado.

Raymond Aubrac, resistente y clandestino desde 1940, pertenecía a la red de Jean Moulin, el jefe de la resistencia que el general de Gaulle había creado para unificar las fuerzas civiles. La página web del Palacio del Elíseo, en el apartado Nación, incorpora el comunicado del presidente Nicolas Sarkozy que rinde honores oficiales al último héroe de la Resistencia.

Raymond Aubrac (1914-2012) había nacido dentro de una familia judía, se llamaba en realidad Raymond Samuel, pero mantuvo su apellido de guerra a lo largo de su vida. Se reconoció en él.

La muerte de Domingo Malagón ha pasado inadvertida en España. Salvo en la ciudad de Parla, que lo acogió y lo amparó desde su vuelta del exilio. Quedan su fundación y los amigos que lo quisimos. Quedan para recordarle actos de Izquierda Unida, discursos marginales y homenajes locales. Demasiado poco. Casi nada, para quien fue el mago de la falsificación. Bien poca cosa para alguien de cuyo trabajo dependió toda la organización clandestina del Partido Comunista Español durante cuarenta años.

Domingo Malagón (1916-2012) había nacido en el castizo barrio de Chamberí, en el seno de una familia muy humilde. Se incorporó a los 19 años al Quinto Regimiento, estuvo en los frentes de Guadarrama y el Ebro. Después de su fuga del campo de concentración francés de Saint-Cyprien, llegó hasta Perpiñán para conectar con la resistencia francesa en 1941 y recomponer el naufragio del aparato comunista tras el fin de la guerra civil.

El artista llamado Malagón pondría su talento académico, adquirido en los años de estudios en Bellas Artes, al servicio de un arte aparentemente menor y pasó a convertirse en el falsificador de pasaportes más extraordinario del siglo XX. Hizo de la falsificación una obra de arte; arte útil, imprescindible para el día a día de los clandestinos.

Domingo Malagón regresó a España en 1977. Carrillo lo ninguneó como hizo con todos, y así lo recordó el propio Malagón en 1999 en Autobiografía de un falsificador. Los viejos camaradas "ya no pintaban" nada para la fanfarrona egolatría de Carrillo.

El escritor Gabriel Albiac le dedicó una columna en el ABC del pasado 2 de abril (link). Se habían conocido en las primeras horas de la transición. Domingo Malagón recuerda aquellos años: "La calle Alameda era un hervidero de gentes que entraban y salían, enfrascados todos en las actividades más diversas. Me vienen a la memoria nombres como Gabriel Albiac, Raúl del Pozo, Miguel Bilbatúa (...)".

El periodista Fernando Palmero, en El Mundo –también el 2 de abril–, perfiló también al hombre con una dimensión más elevada de la que suele habitualmente encontrarse en los obituarios de adhesión ideológica. Gregorio Morán, que lo conoció muy bien en 1981, cuando preparaba en el archivo del PCE, que aún no había sido depurado, su irrefutable Miseria y grandeza del PCE, recordaba el pasado día 12 en las páginas de La Vanguardia la forma en la que Domingo Malagón se inició en lo que iba a ser su especialidad revolucionaria. Sin recibir nada a cambio.

Escribe Morán:

Alguien descubrió que en un campo de concentración francés para republicanos había un individuo capaz de hacer cupones de comida tan reales y auténticos como los que concedían con cuentagotas los policías franceses. Selló su suerte. Ascendió hacia el cadalso de la gloria clandestina.

El artículo de Gregorio Morán que dedica al fallecido Tabucchi es atravesado por la potente figura de Malagón:

Escribe Morán:

De haber conocido Antonio Tabucchi la historia de Domingo Malagón estoy convencido de que le habría inspirado un libro hermoso y cruel sobre el destino del hombre y sobre la responsabilidad. Algo parecido a Sostiene Pereira pero metido en los hondones de la clandestinidad antifranquista, la guerra fría, el estalinismo y la supervivencia, a partir de un estudiante de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, al que la vida convirtió en el falsificador más eficaz y modesto que conocieron los tiempos.

Silencio oficial sobre el hombre más esencial de los anales del antifranquismo. Él también formó parte del ejército de las sombras. Solo en su guarida, entre tintas, plásticos, gomas y hornos. Desconectado del mundo: trabajó para los invisibles. Fue él mismo invisible. Y así murió. De haber nacido en otro país, Domingo Malagón habría recibido el reconocimiento oficial por su labor antifranquista. Como hace hoy la nación francesa con Raymond Aubrac. Pero es nuestro tradicional desagradecimiento lo que se manifiesta una vez más. No hay elevación histórica de Estado, que, por encima de las trifulcas o querencias localistas, honre con justicia a los hacedores de la democracia.
Por ello, no es nada paradójico que sus amables señorías sentadas en los bancos bien mullidos, de color rojo o azul, ignoren hoy a quien deberían otorgar reconocimiento oficial. ¿Por qué razón? Sencillamente porque una milésima parte de esos asientos donde reposan sus asideros diariamente se la deben a hombres como Malagón. Y no a los hijos privilegiados del franquismo, como Bono, De la Vega o Chaves, entre tantos gurús de la Memoria Histórica.

Pero nuestra Historia padece de leucemia.

Está claro que la posteridad no es igual para todos. Entre otras cosas, porque la posteridad no es algo que se improvise. Como tampoco se improvisa un Panteón de ciudadanos. Aux grands hommes, la Patrie reconnaissante! La Tercera República francesa (febrero/julio de 1875-1940) tomó sus emblemas de la revolución del 89, pero depuró con la misma contundencia el sueño tentador de la utopía y el Terror permanente. Sin negar nunca el punto de partida, la revolución. Una nación que no construye su propio memorial histórico fúnebre está muerta.

El canto fúnebre permite a una nación permanecer viva.

Sarkozy, el 11 de abril 2012:

Raymond Aubrac contribuyó a salvar el honor de Francia en un momento de la historia en el que parecía perdido.

Las instituciones francesas ya le habían otorgado en vida el máximo reconocimiento oficial. Y por eso mismo, desde la humildad, Raymond Aubrac nunca dejó de transmitir la pedagogía de la resistencia y del holocausto, contando su experiencia en las escuelas y los liceos.

Y digo yo que habrá que poner a trabajar a sus señorías para empezar a crear nuestro propio panteón de hombres ilustres. Domingo Malagón fue uno de ellos.

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