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ISABEL II

La reina está loca

Cuando biografié a Isabel II, hubo muchos momentos en los que pensé que aquella reina estaba mentalmente desequilibrada.

Cuando biografié a Isabel II, hubo muchos momentos en los que pensé que aquella reina estaba mentalmente desequilibrada.
Los historiadores que se habían ocupado de su figura insistían en que sus errores partían de un mal matrimonio: el rey consorte, su primo Francisco de Asís, no tenía la suficiente masculinidad como para contentarla, y esa insatisfacción la había llevado a una turbia vida privada. Unos hacían hincapié en que carecía de una educación moderna, liberal, que la hubiera apartado de los reaccionarios; otros señalaban a la Camarilla como la inductora de sus errores. Los republicanos del XIX, en esta línea, se limitaban a decir que simplemente era una Borbón, lo que, a su entender, explicaba todo.

No obstante, y aun compartiendo con matices estas afirmaciones, en mi libro afirmaba que también había que considerar el papel de los líderes políticos (y militares) y de los partidos, responsables en buena medida de la inestabilidad del reinado de Isabel II. Si los jefes de las banderías políticas hubieran tenido sentido de Estado, responsabilidad, coherencia liberal, o al menos paciencia, los errores inducidos de Isabel II quizá no hubieran sido decisivos. Aquellos liberales, como escribí en mi libro sobre el partido progresista (2001), no inculcaron a la población costumbres cívicas sobre las que sostener el régimen.

Con todo, el desequilibrio de la reina me parecía algo insoslayable; y el año crucial en este sentido, 1847. Desde el mes de marzo empezó a correr por Madrid el rumor de que la reina estaba loca. La presión a la que estaba sometida por parte del entorno político y familiar era asfixiante. Apenas tenía diecisiete años y ya llevaba cuatro de reina, y había tomado juramento a ocho presidentes de gobierno. Estaba enemistada con su madre y recelaba de su hermana Luisa Fernanda, que, casada con el Duque de Montpensier, era a sus ojos una candidata a sustituirla. Esta paranoia llegó al punto de que decidió casarse con su primo para que su hermana no la tomara ventaja.

El matrimonio fracasó, su madre marchó a París y todo en su entorno se enturbió. Salamanca y Bulwer, el embajador británico, animaron al general Serrano a que la conquistara, como sucedió, para dominar en Palacio. Olózaga, el líder de los progresistas, se reconcilió con ella, pidió audiencia para halagarla y, entre otras lindezas, le dijo: "Debe tener amantes, y no uno solo. ¿Pues para qué ha hecho Dios esa cara de rosa, y esas hermosas carnes?". Su marido, Francisco de Asís, enseguida comenzó a conspirar contra su esposa, pues acariciaba la idea de que las Cortes la declarasen incapaz mental y le nombraran regente. A todo esto, su popularidad era impostada. Patricio de la Escosura, jefe político de la provincia de Madrid, progresista, utilizaba los fondos secretos para comprar al populacho, que seguía por las calles a la reina vitoreándola, a veces con groserías picantes, cantando el Himno de Riego y dando mueras a los moderados.

Isabel II comenzó a llevar una vida extraña. Un guardia la encontró una noche deambulando, "perdido el tino" –escribía Donoso Cortés–, en el patio de palacio. Otro día llegó tarde al circo, y cuando vio salir gente del recinto perdió los nervios y se puso a gritar. El anuncio de la vuelta a España de su madre, María Cristina, la sacó de quicio: llamó a los ministros y les ordenó que lo impidieran. Además, Bulwer la hablaba de que podía conseguir el divorcio, de que el Papa podría conceder la nulidad matrimonial. Esto llevó a que González Bravo y dos oficiales de la guarnición real retaran a duelo a su amante, el general Serrano.

El manejo de la reina pasaba por echar a Sotomayor, presidente del gobierno. Y así se hizo. Cuenta Donoso Cortés en una carta a Fernando Reinares, esposo de María Cristina, que fue un día a ver a la reina y que la encontró muy alegre. Al preguntarle el motivo, contestó: "Esta noche caerá el ministerio". Donoso intentó en la carta ajustar la entonación de Isabel a las frases, y el párrafo son unas líneas en dientes de sierra, porque la reina le hablaba cantando, como si fuera una ópera. Y sin dejar de cantar dijo: "Espera, espera / quiero romper / aquel cristal"; "y diciendo y haciendo, cogió un hermoso florero de cristal que estaba en la chimenea, y le hizo mil añicos". El colmo vino cuando dijo que pensaba nombrar capitán general de Madrid al general Córdoba, gobernador de Madrid al general Prim, y jefe de Estado Mayor de la plaza al general Gándara, todos progresistas. "Al oír esto –anotó Donoso– me cogí la cabeza con las manos, y fui a dar con ella y con mi cuerpo al Ministerio de Estado, en donde estaban todos [los ministros] reunidos".

Salamanca y Bulwer crearon una atmósfera que mantenía a la reina constantemente de fiesta. Se le decía que ella tenía derecho a ser feliz como mujer, no sólo como reina. Donoso escribía: "Me han dicho personas que la han visto en Aranjuez –su lugar de ocio– que está pálida, ojerosa, desmejorada, y hasta fea". El rey Francisco de Asís se fue a El Pardo, cada día más enfadado, por lo que María Cristina le escribía: "Te lo pido, querido Paquito, ábrele tus brazos, perdona los extravíos de la inexperta y mal aconsejada juventud". Compungido, Francisco de Asís contestaba: "Con todo sentimiento de mi corazón, hemos escandalizado al mundo".

La presión sobre la reina iba en aumento. Su tío, el infante Francisco de Paula, padre del rey consorte, le soltó un día de julio de 1847 que pertenecía a una sociedad secreta, de la cual "tenía el número 3 para matarla". Y que ya le había dado, decía, unos polvos que tenían "la virtud de volver loco a los que lo tomaban". Isabel II, al oír esto, comenzó a gritar que estaba loca. Serrano se asustó tanto que llamó a un médico para que la ayudara.

Por si fuera poco, a finales de abril sufrió un atentado en la Puerta del Sol. Ángel de la Riva, miembro de una sociedad seguidora de Espartero, le disparó dos tiros. Falló. Inducida por alguien, Isabel II estaba convencida de que había sido un agente de su madre, lo cual era falso.

Salamanca seguía dominándola gracias a uno de sus empleados, el cantante Julián Romea, con quien la reina se encamó en ausencia de Serrano. Esos días volvía ebria a palacio. A finales de agosto de 1847 corrió el rumor de que estaba embarazada, y no de Francisco de Asís. Era el descrédito completo de la monarquía. El juicio de Narváez en su carta del 26 de septiembre a Riánsares es estremecedor:
Se ha perdido todo sentimiento de pudor, toda idea de orden. Aquí no hay miramientos a nada, y si Dios no nos ayuda habrá una estrepitosa catástrofe. ¡Qué Reina! ¡Pobre niña!
En septiembre el embarazo quedó en un susto, y se volvió a la normalidad.

La solución pasó por Narváez, que había forzado el cese de Salamanca como presidente del gobierno por corrupción. Nombrado nuevo presidente, se decidió a limpiar palacio. Envió al general Serrano fuera de Madrid, llamó a España a María Cristina y se la guardó a Bulwer, al que expulsó al año siguiente. Pero la reina ya estaba perdida: aquel año de 1847 le pasaría factura para siempre. Nada sería limpio ni corriente nunca más. Triste destino.

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