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COMUNISMO

La Siberia búlgara

El 5 de septiembre de 1944 Stalin dio órdenes de declarar la guerra al Reino de Bulgaria y proceder a su invasión inmediata. En sólo tres días el Ejército Rojo cruzó el delta del Danubio y tomó al asalto la franja costera del Mar Negro y las ciudades portuarias de Varna y Burgas.


	El 5 de septiembre de 1944 Stalin dio órdenes de declarar la guerra al Reino de Bulgaria y proceder a su invasión inmediata. En sólo tres días el Ejército Rojo cruzó el delta del Danubio y tomó al asalto la franja costera del Mar Negro y las ciudades portuarias de Varna y Burgas.

La invasión soviética era la señal que los comunistas locales esperaban para dar un golpe de estado, que se terminó produciendo el día 9. Pero comunistas, lo que se dice comunistas, había muy pocos en Bulgaria; de modo que sus representantes, debidamente aconsejados por la vanguardia exiliada en Moscú, se unieron en un frente patriótico a otras fuerzas políticas mejor establecidas, con las que derrocaron al Gobierno.

Desde fuera nada había cambiado. Bulgaria seguía siendo una monarquía que, oficialmente, se cambiaba de bando declarándose hostil a la Alemania nazi, exactamente lo mismo que acababa de hacer Rumanía. Pero los planes de Stalin estaban trazados de antemano. Los comunistas se hicieron rápidamente con todos los resortes del poder y dos años después colocaron a su hombre, Georgi Dimitrov, un bolchevique que llevaba más de veinte años desterrado, como primer ministro.

Lo primero que hizo Dimitrov fue acabar con la monarquía mediante un referéndum amañado, en el que el 97% de los búlgaros votaron en contra del zar Simeón II, un niño de nueve años que, desde la invasión soviética, se encontraba recluido junto a su madre en el palacio de Vrana. La mayoría fue tan aplastante, tan búlgara por decirlo de un modo más propio, que el Gobierno expulsó del país a la familia real solo unas horas después de terminado el recuento.

El derrocamiento del monarca fue el preludio para que el plan maestro de Stalin se llevase a término. Éste incluía la instauración de una república popular de estricta observancia soviética y la depuración de todo elemento sospechoso de apoyar a la monarquía, institución que se asimiló al capitalismo y al parlamentarismo liberal de preguerra. En la peculiar lógica comunista, si el 97% de la población quería la abolición de la monarquía eso significaba que todos deseaban un régimen como el que imperaba en Rusia, una nación hermana que los búlgaros sentían muy próxima, especialmente, desde que se independizaron del Imperio Otomano, en el siglo XIX.

Se purgó a fondo el ejército y los diputados y políticos que habían servido en tiempos del zar fueron ejecutados tras ridículos juicios sumarios que recordaban a los Procesos de Moscú. Luego le tocó el turno a la sociedad civil, contaminada por siglos de valores periclitados que el marxismo-leninismo venía a sustituir. Dimitrov, que conocía el sistema soviético de deportaciones y campos de trabajo, lo trasladó íntegro a su patria.

Entre 1946 y 1949 se abrieron decenas de campos de trabajo esclavo por todo el país, que suministraron mano de obra a las obras de reconstrucción. Ese año murió, en extrañas circunstancias –dicen que envenenado por orden del propio Stalin–, Georgi Dimitrov. Le sucedió su cuñado, Valko Chervenkov, antiguo director de la Escuela Marx-Lenin de Moscú, un fanático desorejado, un producto químicamente puro del estalinismo más recalcitrante. Su obsesión con el culto a su propia persona y sus excesos ideológicos, que siempre se traducían en excesos de otro tipo, pronto le granjearon el sobrenombre de Pequeño Stalin. Abolió la propiedad privada acabando de un plumazo con las pequeñas explotaciones rurales que mantenían y daban de comer a los campesinos, en aquel entonces el 80% de la población. A este Stalin en miniatura, que pueblerinos beatos y atados a las tradiciones se muriesen de hambre no le importaba demasiado. Decidió que Bulgaria tenía que convertirse en una potencia industrial de renombre, a la altura de la Alemania Oriental, para así ganarse el respeto y la atención de los amos soviéticos.

Pero lo que más motivaba al líder supremo no era reinventarse Bulgaria, sino a los búlgaros. Para eso hacía falta purificar el cuerpo social separando el nutritivo grano revolucionario de la inútil paja burguesa. Emulando a su mentor, Chervenkov reorganizó el sistema de campos dando primacía a uno de grandes dimensiones emplazado en Belene, una isla deshabitada del Danubio salpicada de bosques y pantanos, convenientemente apartada de los principales núcleos de población para que el crimen pasase inadvertido. Belene sería durante una década la plasmación más genuina de la Siberia búlgara.

Como complemento a Belene se inauguró un ambicioso programa de deportaciones. Los reasentamientos forzosos se empleaban, como en Rusia, para escarmentar a comunidades que se mostraban reacias a aceptar el poder comunista. Entre 1948 y 1953, unas 25.000 personas fueron arrancadas de sus pueblos y aldeas y reubicadas en zonas muy distantes de éstos. Los campos eran de castigo, aunque al principio el régimen proclamaba era que lo que pretendía era hacer reeducación a través del trabajo. Tras el reagrupamiento de Belene, algunos fueron abandonados, mientras que otros se especializaron en la producción de materias primas para alimentar las sedientas industrias estatales.

La muerte de Stalin puso punto y final al reinado de Chervenkov, pero no al Gulag búlgaro. Su sucesor, Todor Zhivkov, ex comisario jefe de la policía popular de Sofía, demostró ser aún más duro e intransigente. A su llegada al poder, en 1954, el régimen comunista ya estaba bien arraigado. Sus enemigos eran cada vez menos pero más declarados. Hacía falta mano dura.

El campo de Belene, secreto de Estado y emblema de la política penitenciaria del Gobierno, era, aparte de completamente improductivo, una fuente de molestias. Los prisioneros vivían hacinados en condiciones infrahumanas y el terror era algo cotidiano. Las autoridades decidieron que no hacía falta cementerio, porque allí, aparentemente, no iba a morir nadie. Pero morían, en ocasiones como chinches a causa de la humedad del río, que en invierno congelaba todo a su paso y en verano atraía cantidades ingentes de mosquitos. De manera que, cuando un preso moría, sus compañeros tenían que trocear el cadáver y echárselo a los cerdos.

Hacían esto porque, a diferencia de la URSS, en Bulgaria no existía oficialmente nada parecido a la oficina del Gulag. Si no había campos, tampoco había presos, y algo inexistente no puede morir. El asunto de los cerdos y otros abusos fueron la espita de sucesivas huelgas y motines que, aunque sofocados con severidad por los guardianes, generaban gran preocupación en el Ministerio de Interior, de quien dependía la temida Cheka, llamada en Bulgaria Komitet za Darzhavna Sigurnost (Comité para la Seguridad del Estado), o simplemente DS, cuyo mero deletreo producía escalofríos entre los búlgaros de la época.

Los gerifaltes de la DS llegaron a la conclusión de que los problemas de Belene provenían siempre de disidentes concretos que inflamaban los ánimos de todo el campo. Esos elementos requerían un penal específico como los que se estilaban en la China de Mao. Así nació Lovech, un auténtico infierno para todo el que fuese trasladado allí. A Lovech no se iba tanto a trabajar como a morir, siempre de un modo espantoso. En Lovech, como antes en Belene, se terminaba por cualquier acusación ridícula, como ir vestido a la moda occidental, escuchar música americana o hablar idiomas malditos como el inglés, símbolo del imperialismo yanqui, lo que indicaba que el acusado tenía o podía tener contacto no autorizado con extranjeros.

El motivo de ser del campo era una cantera de piedra que se explotaba, al igual que Mauthausen veinte años antes, a pico, pala y carretilla. El clima de Lovech, situado en las estribaciones de los Balcanes, era más benigno y saludable que el de Belene, por lo que las enfermedades propias de la ribera no aparecían con tanta frecuencia. Tampoco había muchas ocasiones de morir de una mala fiebre. Allí los presos entregaban el alma de dos maneras: de puro agotamiento, por culpa de jornadas de trabajo extenuante, o a palos propinados por los guardias.

La especialidad de Lovech era esa misma, matar a palos. No había paredón ni horca. Las sentencias, dictadas arbitrariamente por el comandante del campo, se ejecutaban en la cantera. Dar muerte era un trabajo más que se cumplimentaba con una curiosa ceremonia. Por la noche, el comandante reunía a los presos en la explanada principal; tomaba su bastón de mando y, sobre la tierra pisada, dibujaba un círculo. Todo aquel que fuese invitado a entrar dentro del círculo moriría al día siguiente.

A primera hora de la mañana se daba al condenado un pequeño espejo para que se mirase a la cara por última vez. Hecho esto, se le entregaba un saco, en el que sus compañeros traerían de vuelta su cadáver. Con el saco al hombro, el reo caminaba hasta la cantera, trabajaba todo el día y, al caer la tarde, una brigada de guardianes le arriconaba y le mataba a golpes con palos de madera. Una vez muerto, los presos designados por el jefe de la brigada recogían los restos sanguinolentos y descoyuntados de su compañero, lo introducían en el saco y lo depositaban en una carreta. Al llegar al campamento, los cadáveres se amontonaban detrás de las letrinas, donde permanecían durante días, hasta que la DS enviaba un camión desde el pueblo. El hedor que desprendían las letrinas de Lovech en verano era tan penetrante y desagradable que los presos las evitaban.

El campo de Lovech operó a pleno rendimiento hasta 1962, año en que, tras una inspección, fue clausurado. Pero no oficialmente, porque Lovech nunca existió, al menos sobre el papel. Sólo lo conocían los altos cargos del Politburó, el personal de la DS y los pocos supervivientes que, treinta años después, cuando la democracia volvió a Bulgaria, seguían nombrándolo con auténtico pavor. El resto de los ciudadanos tuvo que esperar a que se desclasificasen los documentos de la dictadura para enterarse de los crímenes que, en nombre del Pueblo y el Partido, el Estado había perpetrado durante los años del comunismo. Pero su brumosa historia era ya un lejano recuerdo revivido sólo por un contadísimo número de víctimas.

Zhivkov, responsable último de aquella barbarie, vivió para contarlo. La justicia burguesa fue, sin embargo, extremadamente generosa con él. Fue condenado a siete años de prisión por nepotismo y malversación, que terminó cumpliendo en la modalidad de arresto domiciliario debido a su avanzada edad. Nunca tuvo que responder de Belene, de Lovech, de Bogdanov, de Chernevo, de Skravena... ni de ninguna de las incontables islas que formaron el Archipiélago Gulag de la Siberia búlgara.


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