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SIGLO XX

La tragedia de Mussolini

En una charla con colegas de profesión sobre la caída de dictadores contemporáneos, especulábamos sobre los distintos finales que tuvieron aquellos que surgieron en la Europa de los años treinta, y las alternativas si un condicionante histórico hubiera cambiado.


	En una charla con colegas de profesión sobre la caída de dictadores contemporáneos, especulábamos sobre los distintos finales que tuvieron aquellos que surgieron en la Europa de los años treinta, y las alternativas si un condicionante histórico hubiera cambiado.

El caso de Mussolini es interesante, más allá del tópico de la muerte con la amante, el colgamiento en el taller y las venganzas sobre los cadáveres. Es como si el dictador italiano supiera que el camino de la guerra, lleno de errores que advirtió, le conducía a un final trágico.

Mussolini había entrado en el conflicto de mala gana. Francia había caído demasiado pronto, antes de que el ejército italiano estuviera listo. En esas condiciones, desde finales de 1940 las fuerzas del Duce sólo experimentaron fracasos. En Grecia fueron derrotadas sus mejores unidades, los Lobos de la Toscana. También cosechó sonoros fracasos en las ciudades libias de Cirenaica, Bardia y Tobruk, y en la egipcia Sidi Barrani, donde 30.000 británicos apresaron a 100.000 italianos. La sucesión de derrotas no parecía terminar: en julio de 1941 se rindió el duque de Aosta en Debra Tabor (Etiopía), con sus 40.000 hombres, que tras ocho semanas de batalla tuvieron tan sólo dos muertos y cuatro heridos. "No tengo sangre suficiente para ruborizarme de vergüenza", le dijo Mussolini a Ciano, su yerno y ministro de Exteriores.

Como el Duce, tampoco los italianos querían entrar en guerra. A diferencia de lo ocurrido en 1915, hubo pocos enrolados voluntarios. La población era indiferente al conflicto, dado que no tenía lugar en el territorio nacional. Además, las noticias Luce (el No-Do italiano) apenas hacían referencia a la contienda, y las restricciones alimentarias no tuvieron lugar hasta el otoño de 1942, con lo que la guerra no estuvo presente en la vida cotidiana hasta que fue muy tarde. El descontento comenzó a ser patente en el otoño de ese año, con los primeros bombardeos sobre Grosseto, Cagliari y otras localidades. La celebración de los veinte años del régimen pasó inadvertida. Comenzó entonces la ola de huelgas por las condiciones de vida, que adquirieron un carácter político. Mussolini no quiso actuar con mano dura, a pesar de los consejos de Farinacci, que pertenecía a la dirección del partido.

El frente interior se desmoronaba, pero también el exterior. Los ingleses tomaron Trípoli en enero de 1943, lo que representaba no sólo el fin de la presencia italiana en África, sino el anuncio de un desembarco aliado en algún lugar de Italia. A esta situación se sumó el hecho de que Hitler comenzó a mostrar un desinterés creciente por el frente italiano. Fue entonces cuando el miedo se apoderó de la cúpula fascista y se presionó al Rey para que destituyera a Mussolini, sacara al país de la guerra y firmara la paz. Alegaban que el Pacto de Acero no era una alianza entre Estados, sino entre dos regímenes. Bastaba, por tanto, con derribar a Mussolini para salir del Pacto y desligarse de Alemania. El Duce supo todo esto, pero se sentía ligado a Hitler por un juramento, por lo que se limitó a destituir a Ciano en febrero de 1943.

La salud de Mussolini se resquebrajó, sobre todo por su desánimo. Las entrevistas con Hitler en abril y mayo de 1943 para que firmara la paz con la URSS y se volcara en el frente interior, contra ingleses y americanos, fueron infructuosas. En mayo, los Aliados desembarcaron en Sicilia y se hicieron con ella sin esfuerzo. Los ejércitos italianos no luchaban, y la opinión pública se le echó encima cuando se produjo el bombardeo del barrio de San Lorenzo, a las afueras de Roma, que causó casi 3.000 muertos y 10.000 heridos. La zona afectada aceptó la visita del papa Pío XII, pero rechazó la del rey Víctor Manuel III y la de Mussolini, que tuvo que disfrazarse para ir a ver los destrozos.

Esto fue el detonante. El plan se puso en marcha. El Gran Consejo fascista se reuniría para votar la destitución del Duce. Mussolini accedió a acudir a la reunión. Rachele, su mujer, se dio cuenta de la trampa y le instó a arrestarlos a todos. Sin embargo, el Duce parecía haber aceptado su destino. Al hablar ante el Consejo, culpó a los militares de las derrotas y se sentó a esperar el ataque. Grandi denunció la descomposición del régimen y del país, responsabilizó al Duce por aliarse con Hitler, reclamó la vuelta a la Constitución y que Mussolini se dedicara a reconstruir el partido; es decir, que dejara el Gobierno. La votación fue de 19 a favor de la propuesta, ocho en contra y una abstención.

El rey lo destituyó y lo sustituyó por Badoglio, el 25 de julio de 1943. Lo mandó detener a pesar de que había parado a la milicia fascista que quería impedir el cese. Ese mismo día desaparecieron de las calles las insignias fascistas y Mussolini se dejó conducir a la isla penitenciaria de Ponza.

El Duce se convirtió entonces en un títere de Alemania. Sin apoyo popular y sin ejército propio, sólo con una milicia desordenada que combatía a la Resistencia, Hitler le montó la República de Saló, al norte de Italia. Mussolini ya no tenía nada, ni siquiera el respeto de los suyos. Repetía una y otra vez, a todo el que le quisiera oír, que la guerra se habría ganado si se hubiera firmado la paz con Stalin en 1942. Los alemanes eran los únicos que combatían a los Aliados en Italia. Finalmente lo abandonaron, al igual que los legionarios fascistas con los que, a finales de abril, quiso ir a Valtelina a dar la última batalla.

En el camino lo acompañaban soldados alemanes, que le prestaron un casco para pasar inadvertido, cosa que no logró.

La ejecución a mano de los partisanos ha sido objeto de varios relatos. Clara Petacci, su amante, convenció a sus guardianes para que la ejecutaran con él. No se sabe con seguridad si los mataron –el 28 de abril de 1945– al salir del coche que los conducía a Milán, cerca de Giulino di Mezzegra, o ante la entrada de la Villa de Belmonte.

Llevaron los cuerpos a una esquina de la milanesa plaza Loreto, y los colgaron por los pies de la viga de un garaje. La ira popular se cebó en los cadáveres. Le odiaban por haber pactado con Hitler y meterles en la guerra, y por ser el origen de la guerra civil que siguió a la República de Saló. La última intentona, la de Valtelina, era un suicidio, incluso con carta de despedida a su mujer: como si Mussolini fuera consciente del fin que le esperaba; porque da la impresión de que desde 1940 sabía que iba a tener un final trágico. 

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