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URSS

Las fotos que nunca existieron

La primera misión de un tirano es reinventarse la historia y adaptar el pasado al presente. Durante siglos la reinvención sistemática de los hechos pasados funcionó a la perfección. Borrar a alguien de la memoria colectiva no era demasiado complicado. Bastaba con destruir sus representaciones artísticas y retirar su nombre de las crónicas. Luego ya el tiempo se encargaría del resto.  


	La primera misión de un tirano es reinventarse la historia y adaptar el pasado al presente. Durante siglos la reinvención sistemática de los hechos pasados funcionó a la perfección. Borrar a alguien de la memoria colectiva no era demasiado complicado. Bastaba con destruir sus representaciones artísticas y retirar su nombre de las crónicas. Luego ya el tiempo se encargaría del resto.  

Esto fue así hasta mediados del siglo XIX, cuando una revolucionaria técnica permitió capturar imágenes, fijarlas de manera fiel e indeleble, copiarlas infinitas veces y distribuirlas en cantidades nunca antes vistas. Esta técnica es la fotografía. Las tiranías del siglo XX sacaron gran provecho de ella, pero, como todo paraíso tiene su serpiente, las mismas fotos con las que la propaganda oficial hacía de las suyas se volvían contra el Gobierno cuando alguno de los retratados a perpetuidad caía en desgracia.

Caer en desgracia era algo bastante común en la Rusia soviética, sobre todo en los aciagos tiempos de Stalin. Aunque caídos y malditos, las fotografías de los desdichados seguían ahí, generalmente acompañados por sus antiguos camaradas devenidos súbitamente en verdugos. La perdurabilidad de las fotografías se convirtió en todo un problema de Estado que, por órdenes directas del Kremlin, hubieron de resolver los mejores fotógrafos del país. El líder quería conservar la foto, pero purgada –y nunca mejor traído un participio– de los elementos molestos.

Retocar fotografías en aquellos tiempos no era tan sencillo como se nos puede antojar hoy, acostumbrados como estamos a la inmediatez de la fotografía digital y la magia de los programas informáticos de edición de imágenes. Quitar a una persona de un positivo llevaba semanas, a veces meses, de arduo trabajo de laboratorio. Requería, asimismo, que a la faena contribuyesen diestros dibujantes que reconstruyeran la zona recortada hasta lograr que nadie notase que ahí faltaba alguien. Los fotógrafos soviéticos, azuzados por la necesidad, se convirtieron de este modo en auténticos amos del retoque.

La primera víctima fotográfica del régimen fue, como no podía ser de otra manera, Leon Trotski. El padre del Ejército Rojo había contribuido de tal manera a la revolución, que su imagen estaba por todas partes. Los retratos exentos y las fotografías en las que no salían Lenin y Stalin fueron retiradas de la circulación y su posesión –y no digamos ya su exhibición– significaba arresto y tormento en las dependencias de la Cheka. Pero ¿qué pasaba con las otras, que además eran muy numerosas?

A Stalin no se le ocurrió mejor idea que modificarlas, y así lo transmitió a sus fotógrafos de cámara. Todas las fotos en las que Trotski aparecía junto a Lenin fueron debidamente expurgadas del inquilino incómodo que nunca debió estar ahí. Muchas de esas fotos habían salido de Rusia para ser publicadas en periódicos extranjeros. Tan lejos Stalin no podía llegar, pero eso no le importaba por la simple razón de que sus súbditos jamás tendrían la oportunidad de leer nada publicado fuera de la Unión Soviética.

Al Vozhd sólo le interesaba lo que podía verse de puertas adentro, de manera que el asesinato fotográfico de Trotski se perpetró muchos años antes que su asesinato físico. En los años treinta encontrar una foto de Trotski en la URSS era más difícil que hallar una aguja en un pajar. Semejante éxito inspiró a Stalin su siguiente gesta de laboratorio: sacar del álbum de la gran familia soviética a todos los afectados por la Gran Purga.

Uno a uno fueron cayendo de las fotos como poco antes lo habían hecho de la nomenklatura. Salir retratado junto a alguno de ellos era motivo de sospecha y antesala de la detención, así que muchos echaban al fuego álbumes completos de fotografías comprometedoras. Fue el caso de Lev Kamenev, ajusticiado en 1936 después de un juicio amañado. Kamenev lo había sido todo en la revolución. Bolchevique de la primera hora, era presidente del Politburó y había ejercido como primer jefe de Estado de la Rusia soviética tras consumarse el golpe de octubre.

El fusilamiento de Kamenev desató el pánico fotográfico. Aunque ya estuviese muerto, nadie quería una foto con él. Pero, caprichos de la historia, el ángel purgado había compartido fotos con el mismísimo Lenin, elevado a los altares y que ya poco podía hacer para salvaguardar su buen nombre. Stalin resolvió que Kamenev desapareciese por completo de la historia oficial. Se llegó al extremo de que fotos ya retocadas de Kamenev en las que se había retirado a Trotski hubieron de pasar nuevamente por el laboratorio para suprimir quirúrgicamente la efigie del maldito.

La fotográfica era quizá la más dura de las condenas, porque presagiaba lo peor. Situarse al nivel del Trotski, enemigo público número uno, implicaba que la ira del padrecito se abatiría implacable sobre la familia, que, por el bien de la revolución, tenía también que desaparecer de la faz de la tierra. La mujer de Kamenev fue ejecutada, así como sus dos hijos mayores. El menor, que aún era un niño, fue deportado y condenado de por vida en un campo de trabajos forzados. Kamenev, su imagen y toda su estirpe se desvanecieron en la bruma de la historia. No es que hubiesen sido unos traidores; es que, simplemente, nunca habían existido.

El destino de Kamenev pronto lo compartieron muchos de los camaradas que le buscaron la ruina mediante intrigas y acusaciones falsas. El caso más famoso fue el de Nikolai Yezhov, comisario del Interior, director del NKVD y miembro del Presidium. A Yezhov le dieron el tiro de gracia en 1940 después de que hubiese participado activamente en la purga de todos los altos cargos durante los años anteriores. El muerto al hoyo y los fotógrafos al laboratorio.

Las primeras en ser tratadas eran siempre las que tenían a Stalin como protagonista. Había una foto muy célebre en la que aparecía el amo acompañado de Yezhov visitando las obras del canal Moscú-Volga. Yezhov, de baja estatura, camina satisfecho y sonriente con las manos a la espalda. A su derecha, el líder, y más allá Voroshilov y Molotov. Esta fotografía, que se había utilizado profusamente con fines propagandísticos, fue declarada no apta para el pueblo y luego debidamente manipulada. Yezhov, entonces responsable de la construcción del canal como comisario de aguas, se evaporó de la escena. Los fotógrafos reconstruyeron la parte del murete y la porción del canal que tapaba Yezhov con su cuerpo. Conclusión: el comisario de aguas, cuyas cenizas reposaban para siempre en el fondo de una fosa común del cementerio moscovita de Donskoi, nunca estuvo allí.

La costumbre de retocar fotos echó fuertes raíces en la prensa soviética, cuyos directores se valían de esta sofisticada técnica de un modo sistemático. Si se podía reinventar el pasado, ¿por qué no hacerlo con el presente? Hasta la caída del imperio rojo, las fotos oficiales tenían más de cuadro que de fotografía. Se podía, además, conseguir que un hecho trágico o luctuoso nunca hubiese ocurrido. En 1961 murió en un accidente mientras entrenaba uno de los primeros astronautas del programa espacial soviético. Se llamaba Valentin Bodarenko y, lejos de comunicárselo al país y rendirle los honores pertinentes, las autoridades ocultaron el suceso y le borraron de todas las fotografías en las que aparecía con el resto de astronautas, entre los que se encontraba Yuri Gagarin.

Las fotos perdidas fueron saliendo a la luz tras el colapso del experimento soviético. Los rusos, víctimas involuntarias de todo aquel disparate, asistieron impávidos a cómo una parte de su historia iba tomando forma sobre el papel fotográfico. La verdad, por una vez, se impuso sobre la barbarie de un sistema donde la mentira era el pilar fundamental.


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