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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Las Indias no eran colonias

El título de este artículo es el de un libro del ilustre Ricardo Levene, que fue presidente de la Academia Argentina de la Historia y que publicó Espasa en su clásica colección Austral en 1951. Obra que me sirvió generosamente a la hora de elaborar mi tesis y que me acompaña silenciosamente desde hace muchos años.

El título de este artículo es el de un libro del ilustre Ricardo Levene, que fue presidente de la Academia Argentina de la Historia y que publicó Espasa en su clásica colección Austral en 1951. Obra que me sirvió generosamente a la hora de elaborar mi tesis y que me acompaña silenciosamente desde hace muchos años.
Fue José Javier Esparza quien, en el curso de una conferencia suya sobre el virrey Santiago de Liniers, me recordó su existencia hace poco. Volví a mi casa y lo desempolvé –literalmente– para volver a leerlo. Y ahora escribo estas líneas para recordar a mis lectores, sobre todo a los que se enfadaron mucho con mi anterior artículo sobre el bicentenario de las independencias hispanoamericanas y la reescritura de la historia. La cuestión es que aún hay mucho que trabajar para saber qué pasaba por entonces y quitarse de encima la leyenda negra de la feroz opresión española sobre sus colonias americanas, genocidio indígena incluido. La obra de Joseph Perez al respecto es débil en ese terreno, como lo era la precedente de Julián Juderías (1913).

Lo primero que hay que aclarar para empezar a dilucidar es que hay dos fases perfectamente distinguibles en un proceso que se ha dado en llamar en su conjunto colonización –pobre Colón, de esta barrabasada etimológica se ha valido el ignorante Chávez para empezar a derribar sus estatuas–. Una primera corresponde al descubrimiento y población de América, realizada sin mayor desmedro demográfico de sus habitantes originales, que sumaban, según estimaciones de Rosenblat (1945) y Céspedes (1972), alrededor de once millones y medio. La ocupación política de aquellas tierras no costó a Castilla, en todo el curso del siglo XVI, más que el 2,5% de su población: unos 150.000 habitantes. Aproximadamente el mismo número de personas que pasaron del campo a las ciudades de la Península entre 1530 y 1594, según un estudio de Juan Reglá incluido en la Historia de España y América de Vicens Vives. La relación demográfica era de aproximadamente 1,3 a 100. Si hubo exterminio de poblaciones indígenas fue responsabilidad de los gobiernos independientes, en especial en zonas tan poco pobladas como el Río de la Plata, que no llega a ser virreinato hasta finales del siglo XVIII.

Esta colonización poco tiene que ver con la posterior de África. Ni con la simultánea de regiones de Asia por parte de portugueses, ingleses y franceses, aun cuando también en este proceso haya mucho que escarbar: las naciones modernas africanas y asiáticas no preexisten a la llegada de los europeos, sino que surgen de ella, empezando por la India, que no era antes de la creación de la Compañía de las Indias Orientales por Gran Bretaña más que una serie de pequeños reinos no sólo desunidos, sino enfrentados. La colonización estructuró el territorio por los dos medios tradicionales: un ejército único y la construcción del ferrocarril. Así se hizo la Joya de la Corona.

La posición de la Corona de Castilla respecto de América es muy clara desde el principio, como se ve en la Instrucción Real para el segundo viaje del Almirante, que, de paso sea dicho, aclara el destino de parte de los indígenas traídos por Colón en el primero:
Que procure la conversión de los indios a la fe: para ayuda de lo cual va Frai Buil con otros religiosos, quienes podrán ayudarse de los indios que vinieron para lenguas.

Para que los indios amen nuestra religión, se les trate muy bien y amorosamente, se les darán graciosamente algunas cosas de mercaderías de rescate nuestras: i el Almirante castigue mucho a quien les trate mal.
Y, por si acaso quedaran dudas sobre la visión de la reina Isabel del destino de aquellos hombres, está la Real Cédula de 20 de junio de 1500:
Ya sabéis cómo por Nuestro mandado tenedes en vuestro poder en secuestración o depósito algunos Indios de los que fueron traídos de las Indias e vemdidos en esta cibdad [Sevilla] a su Arzobispado y en otras partes de esta Andalucía por mandado de Nuestro Almirante de las Indias, los cuales agora Nos, Mandamos poner en libertad, e habemos mandado al Comendador Frey Francisco de Bobadilla que los llevase en su poder a las dichas Indias.
Había una difundida conciencia de descubrimiento, de la que participaba la soberana, y que López de Gomara, en pleno siglo XVI, expresó así:
La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias.
Se cuidaba a los indígenas tanto y tan poco como a los españoles que no emigraron, como demuestra la situación de la minería en el Almadén de los Fúcares, documentada por Mateo Alemán, a pedido de Carlos V, antes de su definitivo "paso a Indias". Y es cierto que los obreros del mercurio almadenenses morían como moscas, y que el mercurio tenía por destino la apertura de vetas en las minas de plata del Alto Perú, donde también los trabajadores morían como moscas. Era el destino de los españoles pobres, peninsulares y de ultramar, que aún no se llamaban criollos. Con la salvedad de que los que viajaban a América no eran ricos y tenían allí la ocasión de constituirse en élite.

Por todo eso, en lo textual y en lo real, la Corona de Castilla no tenía colonias. Ni en todo el extenso corpus de las Leyes de Indias ni en el no menos extenso trabajo de los juristas de los siglos XVI y XVII, inmersos en un debate que hasta hoy nos afecta, se mencionan una sola vez las palabras colonia o factoría, como recuerda Levene. Se habla siempre de Reinos, Provincias, Territorios, y, posteriormente, de Virreinatos, incorporados de pleno derecho a España, y cuyos súbditos poseían un estatuto idéntico al de los peninsulares, con la excepción expresa del monopolio comercial de Castilla, que empezará a hacer agua en el XVIII. Los comerciantes peninsulares no necesitaban órdenes: no comerciaban con países con los que España estuviese en guerra. Pero los comerciantes americanos, alejados de esas contiendas, pretendían hacerlo, en especial con la decisiva Inglaterra, finalmente promotora de las independencias. Antes de eso hubo un siglo entero, el XVIII, en el que la norma del comercio criollo era el contrabando, perseguido pero jamás contenido. Contrabando de mercancías británicas, pero también de propaganda británica y jacobina que acabaría por calar en las élites americanas.

Iberoamérica, no obstante, se independizó con atraso y todo. Aceptando la herencia española de producción de materias primas para la industria europea, como explica extensamente Carande en su clásica obra Carlos V y sus banqueros, donde apunta:
Desde el XIII los monarcas de Castilla ya se desvelan por fomentar la ganadería pensando, casi exclusivamente, en la exportación de lana merina (…) a partir del siglo XV culmina la fase de su apogeo (...) ya Alfonso X, al extender su carta de naturaleza a la Mesta, tiene presente el peso decisivo de la lana en las exportaciones de Castilla.
La importación de metales preciosos no sirvió para la creación de una poderosa burguesía castellana, sino que se fue en guerras europeas, como explica Hamilton en El tesoro americano. Tampoco al otro lado del océano había una burguesía digna de tal nombre, sino comerciantes urbanos y pastores enriquecidos que, en lugar de crear una industria, prefirieron seguir vendiendo, en adelante a Londres, los frutos del país, expresión que lo abarcaba todo, desde los cueros y la lana hasta los minerales.


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