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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Llorar por la historia

La noticia no es de primera plana pero este periódico la da, y es desesperante. La tan célebre como imaginaria primavera árabe ha acabado por soltar una chispa sobre la Academia de Ciencias de Egipto, en El Cairo, depósito de sabiduría milenaria: una nueva Alejandría. Los bárbaros siempre están dispuestos a manifestarse, sean pueblo —signifique eso lo que signifique— o mandamases y represores militares, porque, desde luego, nadie ha sido culpable del incendio.


	La noticia no es de primera plana pero este periódico la da, y es desesperante. La tan célebre como imaginaria primavera árabe ha acabado por soltar una chispa sobre la Academia de Ciencias de Egipto, en El Cairo, depósito de sabiduría milenaria: una nueva Alejandría. Los bárbaros siempre están dispuestos a manifestarse, sean pueblo —signifique eso lo que signifique— o mandamases y represores militares, porque, desde luego, nadie ha sido culpable del incendio.

El balance es espeluznante: 200.000 libros han ardido, se han perdido para siempre. Entre ellos, subraya la información, La descripción de Egipto,

un exhaustivo estudio que fue encargado por Napoleón a un grupo de científicos durante su campaña por el Nilo (...) El incendio ha calcinado los 24 volúmenes originales del estudio y 200.000 obras más entre los que destacan una importante colección de mapas y manuscritos del país. Sólo 30.000 piezas han podido ser rescatadas del fuego originado por los choques entre manifestantes y fuerzas de seguridad de Egipto.

Hace unos cuantos años, siendo ministra de Cultura Melina Mercouri, en Grecia se inició una campaña por la devolución de los bienes expoliados por las potencias coloniales —empleo el lenguaje oficial— a la nación helena, debido a lo cual en los museos se exponían réplicas de obras importantes con una leyenda indicadora de dónde se encontraba el original: British, Pergamon, Louvre... Yo pensaba, y me reafirmo, que los testimonios del pasado que se habían podido salvar estaban bien donde estaban. Grecia no era un país seguro desde hacía siglos. Como no lo es Egipto. Los monstruos políticos de la modernidad —la fórmula es de Teresa González Cortés—, finalmente, son nuestros monstruos. Cuando su toma, Lenin se aseguró de que no se disparara en el interior del Palacio de Invierno para no dañar el patrimonio, porque una cosa es matar al zar y a toda su familia y otra, bien distinta, arruinar un legado. Al fin y al cabo, el marxismo es un producto notoriamente occidental.

El edificio de la Academia era apenas centenario, pero lo que albergaba era bastante más antiguo. Bonaparte, que se ocupó de hacer construir un hospital antes de lanzarse a la conquista del mundo, no viajó solo: era un ilustrado y se rodeó de científicos de diversas especialidades, que reunieron materiales para su traslado a Francia, más allá de la fundación en 1798 de la propia Academia, creada por el invasor, no por los naturales —la Piedra de Rosetta no entraba en los planes, la encontró un soldado que trabajaba en la construcción de un fuerte y duró poco en manos del emperador: los británicos se apropiaron de ella tras la capitulación de Alejandría y hoy se encuentra en el British—. A esos científicos de cámara encargó Napoleón una Descripción de Egipto que acabó por ocupar los 24 tomos que mencioné más arriba.

Se quemaron, dice ABC, "antigüedades, mapas y manuscritos". Es una tragedia de consecuencias incalculables: a pesar de estar todo ese material, o al menos buena parte de él, fotografiado y microfilmado, no hay documento que no merezca una segunda o tercera o enésima mirada a la hora de reexaminar el pasado, eso sin contar con el hecho de que las técnicas de exploración adelantan días tras día y siempre se puede dar con algo aún no visto.

El buenismo imperante tiene dos argumentos en contra de todo lo que acabo de anotar. Uno se refiere a los derechos colectivos de los pueblos, que no existen. Dice esta gente amiga de los pobres que los egipcios tienen derecho al legado de su propio pasado. En términos individuales, es posible que cada egipcio tenga derecho a ese legado y que, si se trata de alguien realmente interesado, sea necesario brindarle un acceso lo más libre posible a él, se encuentre donde se encuentre. El mismo derecho que cualquier ciudadano de cualquier otra parte del mundo, porque ese legado es común. Además, los egipcios de hoy poco tienen que ver con los egipcios del pasado: los habitantes actuales del país descienden de semitas que ocuparon el territorio en la primera fase de la expansión del islam, y de inmigrantes posteriores del Sudán y otras regiones del sur del Nilo. Ellos mismos habían elegido en los años cincuenta del siglo XX llamarse República Árabe Unida.

El otro argumento es el de la discriminación que supone la idea de que no cualquiera puede ser depositario de determinados bienes. Pero sólo sirve para casos como éste, es decir, cuando se cuestiona un país subdesarrollado. Si usted, con la formación adecuada, descubre un cuadro de Goya en la iglesia de un pueblo de Aragón, puede hacer dos cosas: si cuenta con dinero para invertir y contactos suficientes, robarlo, restaurarlo y venderlo en el mercado negro; si no, llamar a Patrimonio Nacional y comunicar el hallazgo para que el Estado se haga cargo de todo y la pieza retorne a la circulación, y encuentre reparación y cobijo en un museo digno. Lo que no puede hacer —en términos morales, porque se trata de un bien de todos— es llevárselo a su casa y dejarlo languidecer hasta que el tiempo acabe de estropearlo y se pierda para siempre.

En la Guerra Civil se hicieron muchas cosas para salvar el Museo del Prado. Muchas de sus obras fueron evacuadas y protegidas. Otras fueron robadas, por ilustres políticos de la época en fuga o por simples oportunistas. En su mayoría fueron recuperadas. Eso por parte de la República. Pero es que los nacionales, incluidos los bárbaros italianos que arrasaron Málaga, por ejemplo, recibieron órdenes de cuidarse muy mucho de dejar caer bombas sobre el edificio. Eso sí: nadie salvó tesoros sin precio que habían estado protegidos en edificios eclesiásticos que fueron incendiados por la turba, sobre todo en los primeros meses de la contienda, hasta que fue posible contener ese furor.

Ni los manifestantes ni los militares egipcios hicieron nada para prevenir este desastre. Por supuesto que el edificio tenía que haber estado protegido —como lo estuvo el Prado— con vallas y sacos de arena, para que nadie llegase a él y para que los disparos no causaran daños. Pero los encargados de tal hazaña debían salir de las filas de los militares gobernantes o de los rebeldes de Tahrir que van a llevar al poder a los Hermanos Musulmanes. No había de dónde.

Se ha perdido un trozo de historia —y no menudo— de aquella zona del mundo, en la que cualquier pregunta sobre el pasado suele obtener una respuesta oscura. Merece unas lágrimas.

 

vazquezrial@gmail.com www.izquierdareaccionaria.com

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