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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Lorca no está

Parece sumamente probable que los restos mortales de Federico García Lorca no sean encontrados jamás. Como los de Nin. Y por las mismas razones.

Parece sumamente probable que los restos mortales de Federico García Lorca no sean encontrados jamás. Como los de Nin. Y por las mismas razones.

A los soviéticos no les interesaba un cadáver mítico que podía, sin duda, ser convertido en objeto de culto por sus enemigos. Por eso no hay un solo documento que mencione el lugar ni las circunstancias de su muerte. Lo más pertinente que se halló en los archivos rusos, en la breve temporada de su apertura a los historiadores, fue un telegrama, en español, en el que constaba escuetamente: "Asunto Nin resuelto por procedimiento A". "A" de asesinato, probablemente.

Al franquismo tampoco le hacía gracia tener en su territorio lo que sería un sitio de peregrinación, incluso para no pocos de sus propios simpatizantes. Lorca no logró la celebridad a cuenta de su muerte, sino que era ya en 1936 la figura más importante de su generación literaria, enorme poeta y aún mayor dramaturgo. De modo que concitaba la admiración y el respeto de la gente culta de ambos bandos. Lo que sí le dio la muerte fue una adscripción definitiva a la República: el mito dentro del mito, puesto que no otra cosa fue nuestra Guerra Civil, bárbara como todas, que un símbolo universal de oposición al fascismo. También le salvó de verse en el papel de poeta revolucionario, que ocuparía finalmente Rafael Alberti.

Cabría pensar que algún día podría aparecer algún documento al respecto, que guiara una nueva exploración. Pero no lo considero posible porque la difusión de versiones distintas por el aparato de propaganda del régimen se hizo para diluir precisiones. La idea de que el poeta estaba enterrado en el barranco de Víznar viene de antiguo. El autor de la primera investigación al respecto, que visitó el lugar y rodó un documental para la RAI alrededor del año 1960, Roberto Otero, por entonces casado con Aitana Alberti León, es decir, yerno de Rafael Alberti, ya trató el tema. (Recomiendo al buen mantenedor de la página de Wikipedia sobre Lorca que incorpore esta obra de adelantado a la sección de filmografía: Federico García Lorca, documental; 60 minutos; producción, guión y dirección de Roberto Otero, con Stefano de Stefani como ayudante de dirección; fotografía del propio Otero –gran fotógrafo: lo fue de Picasso durante años, como se recoge en dos libros de los que es autor–, De Stefani y Quatrini, y música de Romulo Grano).

Hace poco, un libro del investigador Gabriel del Pozo, Lorca, el último paseo, recogía declaraciones de la actriz Emma Penella que apuntaban a acabar también con la doctrina de que había sido su padre, Ruiz Alonso, quien lo había detenido y el responsable de su ejecución. Tan grande era la fuerza de esa leyenda que, al morir Franco, Ruiz Alonso se marchó a los Estados Unidos, donde murió, por temor a las represalias. Y tal vez no fuera una leyenda. Un padre tiene difícil decirle a sus hijas que ha matado a alguien, y más si se trata de una persona de la que habla todo el mundo. Como apuntó Octavio Ruiz-Manjón en El País, Emma Penella no es una fuente fiable, y en el mejor de los casos habrá que comparar sus declaraciones con otras referidas por los historiadores.

Una parte importante de la historiografía lorquiana pasará a un segundo término tras la investigación de los expertos que excavaron el parque de Alfacar. Ian Gibson, biógrafo del poeta y sostenedor de la teoría de que los restos siguen allí, se empeña en seguir buscando en la zona, puesto que en 1986, al hacer el parque, se removieron huesos, pero según la Diputación de Granada sólo se cambiaron de sitio por las obras, no fueron llevados a otra parte. Tengo para mí que la búsqueda, de continuar, será infructuosa.

La excavación de Alfacar, como otras que se harán en 2010, ha sido consecuencia de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica, y para ello el gobierno ha repartido unos cuantos millones de euros, como se puede comprobar en el BOE del 2 de diciembre de 2009, que Kiko Méndez Monasterio ha tenido la amabilidad de enviarme. En la inmensa mayoría de los casos, se trata de exploraciones a realizar fundándose en las referencias de la historia oral, muy influyente en las obras relativas a nuestra Guerra Civil (¿acaso hay bibliografía en la que no se cite el libro de Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a los otros. Historia oral de la Guerra Civil española?).

Pero la historia oral tiene grandes inconvenientes. El primero, obviamente, la subjetividad, que ya es mucha en el caso de los historiadores de profesión, narradores con ideología, punto de vista, teorías previas a los hechos, etcétera. El segundo, la tendencia a seleccionar memorias por parte del investigador, por idénticas razones. Hay un ejemplo trágico de la labilidad del testimonio personal en los recuerdos de las víctimas de la Shoá.

Los nazis no dejaron documentos acerca de la actividad de los campos de concentración y de exterminio, y de la solución final. Conocemos lo sucedido en los lager por boca de los supervivientes, incluidos entre ellos no pocos encargados de llevar a cabo el genocidio (véase Shoah, la película de Claude Lanzmann, ahora disponible en DVD). Pues bien: son raros los testimonios relativos a la violencia sexual, que era práctica habitual en aquel infierno. El pudor, la vergüenza, hicieron estragos en la memoria de los declarantes. Fue una sorpresa para muchos miembros de la comunidad judía argentina la mención del tema en una entrevista en radio concedida por una de las últimas supervivientes de Auschwitz, recientemente fallecida. La generación ya nacida y criada en la relativa libertad de la Argentina no tenía noticias al respecto. Se había hablado poco de esa parte del pasado, en circunstancias emocionales especiales o a pedido de investigadores, muchas veces décadas después de los acontecimientos (es el caso de Jean Samuel, compañero de infortunio y amigo de toda la vida de Primo Levi: véase su libro Me llamaba Picolo, que traduje el año pasado para Plataforma Editorial). Y cuando se trataba finalmente el tema, por espeluznantes que fueran los relatos, solían no hacer mención de la violación sistemática de prisioneras y prisioneros, por hombres y aun por perros.

Es verdad que basta con que uno o dos lo cuenten para que el hecho sea recobrado para el conjunto, pero no con la fuerza que le es debida, como ha sido el caso en casi todas las historias de represión en Hispanomérica, desde El Salvador hasta Chile. Y es que no es sencillo: en la reciente historia argentina existen incluso historias de enamoramientos (perversos) entre torturador y torturada, de las que resulta especialmente penoso (obsceno, en sentido estricto: lo que no cabe en la escena) tratar.

En el caso Lorca, la cuestión de la sexualidad siempre estuvo presente, y rara vez es mencionada a la hora de enumerar las causas probables de su asesinato, entre otras cosas porque siempre se corre el riesgo de pasar de la homofobia declarada de los falangistas (lo que no excluía la presencia de homosexuales en las filas del Movimiento, y me viene más de un nombre a la cabeza) a una oscura historia de venganza pasional.

Creo que si el final de la biografía del poeta ha de quedar en las sombras, todo su pasado será para siempre impreciso, salvo en lo tocante a lo que más cuenta: su obra, la escritura, la publicación, el estreno, la recepción. Lo demás puede yacer en el olvido. Y no sé si no es mejor.


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