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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Los nombres en la historia

La abrumadora mayoría de los que hacemos la historia, que somos todos, lo sepamos o no, por acción u omisión, somos anónimos. Nuestros nombres duran lo que nos dura la vida, y ello únicamente para evitar el caos que acarrearía el total anonimato, no porque signifiquen nada. Los más notables consiguen a lo sumo una nota a pie de página, las más veces obligadas por una apariencia de erudición que por verdadera necesidad.


	La abrumadora mayoría de los que hacemos la historia, que somos todos, lo sepamos o no, por acción u omisión, somos anónimos. Nuestros nombres duran lo que nos dura la vida, y ello únicamente para evitar el caos que acarrearía el total anonimato, no porque signifiquen nada. Los más notables consiguen a lo sumo una nota a pie de página, las más veces obligadas por una apariencia de erudición que por verdadera necesidad.

Recuerdo que, en sus memorias, Vladimir Medem, prominente líder del Bund, el movimiento obrero judío que perduró hasta bien entrado el siglo XX, inicia un capítulo hablando de una dirigente socialdemócrata. Dice Medem que cuando ella entró en una determinada reunión de gran trascendencia para el momento y las circunstancias, entró también de manera definitiva en la Historia, con mayúscula. El libro me lo había regalado Héctor Yánover, poeta y maestro de libreros, que en alguna época de su vida había creído realmente en esas cosas. Yo también, lo confieso. Y los dos, Yánover y yo, reconocíamos que a aquella señora no le quedaba de inmortalidad más que la frase de Medem.

Eugen Dühring fue un profesor alemán del siglo XIX que había "establecido la verdad de una vez por todas" y al que los socialdemócratas alemanes le hacían bastante caso, de modo que Federico Engels se sintió en la obligación de refutar sus sandeces, notorias desde el mismo anuncio sobre la verdad establecida. Nadie recordaría hoy al señor Dühring de no ser por el libro de Engels, que pasa por ser un clásico del marxismo pero es un clásico del positivismo. La obra lleva por título Anti-Dühring, y es probable que sólo por eso nos sea familiar el personaje.

Algo parecido sucedió con Celso, un crítico del cristianismo del siglo II que se oponía a las ideas del parto virginal, la resurrección y los milagros. Escribió un libro titulado Discurso verdadero, un texto protorracionalista que no fue demasiado leído en su tiempo y acabó por perderse. Pero unos setenta años más tarde Orígenes escribió su obra Contra Celso y gracias a ello han llegado hasta nosotros su nombre y su pensamiento.

Hay otro tipo de esfuerzo por la perduración que a veces resulta exitoso. En el 365 antes de nuestra era Eróstrato incendió el Artemision, el templo de Artemisa, en Éfeso, una de las Siete Maravillas del mundo antiguo, cuya construcción había demandado 120 años. Su propósito explícito al prender fuego al edificio era que su nombre perdurase en la historia. Fue ejecutado por su crimen, y los jueces que le condenaron ordenaron igualmente que su nombre fuese borrado de todos los testimonios y jamás fuera pronunciado. Todas esas medidas lo hicieron inolvidable, por supuesto.

Si pregunta usted por la calle, encontrará más gente que tenga alguna noción de quién fue el asesino en serie Ted Bundy que personas que puedan decir que Calvin Coolidge fue presidente de los Estados Unidos. De hecho, la entrada de Bundy en la Wikipedia es unas tres veces más extensa que la de Coolidge. De modo que los legados no siempre guardan proporción con el recuerdo que de cada uno se tenga.

En el cuarto siglo antes de Cristo vivió Aristarco de Samos, a quien se recordó por no pocos logros científicos. Pero el más importante de todos tuvo que esperar casi dos mil años, hasta la irrupción de Copérnico en la historia de la ciencia, para ser correctamente estimado: Aristarco había enunciado la teoría heliocéntrica y nadie le había hecho caso.

No sabemos qué quedará de los hombres de nuestro tiempo. Los políticos, que, salvo raras excepciones, no hacen la historia sino que la administran, parecen condenados al olvido a poco que uno mire el callejero de cualquier ciudad europea. Por ejemplo, Madrid. Pasamos por José Abascal, por Ríos Rosas, por Bravo Murillo, por O'Donnell, por Doctor Esquerdo. La mayoría de los viandantes no tiene idea de quiénes fueron esos señores. Y la cosa no mejora cuando se le planta delante, como en el caso de Claudio Moyano, un monumento con texto explicativo. O sea, esos personajes son cosa de los historiadores, que no del público, y no siempre.

 Los franceses, pedantes como son, llaman a los miembros de su Academia "inmortales". Pero sólo lo son aquellos que dieron en ser miembros cuando ya nadie les podía quitar la gloria. Lo mismo sucede con nuestros académicos, muchos de ellos, como los franceses, ignorados en vida. Borges, que nunca tuvo el menor interés en pertenecer a esa corporación, decía de ellos que eran "una gente secreta", su modo discreto de decir que no los conocía nadie.

Para estar en la historia hay que empezar por olvidar el recuerdo y actuar. El resto se verá. Duro juez el tiempo; y peor el azar, que ni siquiera juzga.

 

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