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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Olvidados, marginados y célebres

Por la cuenta que nos trae, todos recordamos a Thomas Alva Edison como inventor de la lámpara incandescente. No es que lo tengamos presente cada vez que encendemos la luz, pero casi cualquiera que haya hecho la vieja EGB puede responder al incómodo: "¿Quién lo inventó?".


	Por la cuenta que nos trae, todos recordamos a Thomas Alva Edison como inventor de la lámpara incandescente. No es que lo tengamos presente cada vez que encendemos la luz, pero casi cualquiera que haya hecho la vieja EGB puede responder al incómodo: "¿Quién lo inventó?".

Lo tenemos menos claro cuando se trata de poner un CD o un disco, que ahora se llama vinilo, porque se reemplaza el nombre del objeto por el del material con que se fabrica, como cuando decimos gomas o llantas o neumáticos para referirnos a las ruedas de un vehículo. Pero la verdad es que Edison es también quien concibió el fonógrafo, padre de todos los sonidos reproducibles.

Sin embargo, son pocos los que saben quién inventó la hoy omnipresente televisión. En 1919 un ruso nacido en 1889 y que había estudiado en Francia emigró a los Estados Unidos, donde moriría (en Princeton, en 1982). En 1923 inventó un tubo de rayos catódicos para transmitir imágenes, el iconoscopio. Se llamaba Vladimir Zvorykin, y posteriormente formó parte del grupo de científicos que en 1939 desarrolló el microscopio electrónico. Por otro lado, Philo Taylor Farnsworth (1906-1971), un mormón de Utah, perfeccionó un tubo catódico frío, que es el de los televisores que se difundieron masivamente, en 1927. Ahora bien, fue el escocés John Logie Baird (1888-1946), empleando el disco creado por Paul Nipkow (1860-1940), quien hizo las primeras emisiones reales, que permitirían a la BBC salir al aire en 1927. Busque usted estos nombres en la Wikipedia, y verá de qué modo los distintos orígenes de los personajes llevan a los autores de los artículos correspondientes a introducir matices más favorables a unos que a otros.

¿Qué es lo que determina que unos permanezcan en la memoria general y otros resulten hoy tan desconocidos? No sabemos quién o quiénes inventaron algo tan prodigioso como la rueda, ni quién o quiénes descubrieron las virtudes del fuego para tratar objetos tan dispares como un pescado y el hierro, pero probablemente ello se deba a la relativamente tardía creación de la escritura, que fue lo que más facilitó la transmisión de testimonios de ese tipo: nombres, fechas, ciertos hechos. Pero hay otros condicionantes, por ejemplo la brutalidad que acabó con grandes repositorios informativos, como las bibliotecas y los museos, incendiados, derruidos o abandonados.

Estatua de Sócrates en Atenas,Los griegos fueron los primeros en ocuparse formalmente del porvenir, de los legados para el porvenir, tal vez pensando que la humanidad iba a evolucionar sin altibajos, cosa que su propia realidad demostraba imposible. Hemos tenido que acuñar un término para los documentos borrados por un bajo clero tan piadoso como ignorante, que raspaba pergaminos antiguos para copiar encima por enésima vez textos religiosos: el término es palimpsesto, y la investigación moderna nos permitió descubrir qué había debajo de la escritura posterior. Así se recuperó la mayor parte de la obra de Arquímedes.

A veces, la historia de las conquistas humanas en los campos de la libertad y el saber, tan íntimamente ligados, se escribe con los ya obsoletos –aunque no haya aún un modelo sustitutivo generalmente aceptado– criterios de periodización elaborados por el Romanticismo y la Ilustración, que aceptaron la idea de Renacimiento como una realidad fáctica: entre la Modernidad y la Antigüedad se alzaba la Edad Media, oscura y fija, que habría sido una suspensión del desarrollo de la humanidad. Fueron los propios renacentistas los responsables de ese esquema, aceptado posteriormente, ya que se veían a sí mismos como continuidad directa de los antiguos.

En realidad, lo que mal llamamos Medievo tuvo mucho de oscuro –por lo que significó la caída del Imperio Romano de Occidente, cocido en la salsa de su propia decadencia interna– y poco de fijo: todo se estuvo moviendo constantemente, y nunca, como se suele creer, hacia atrás. Es cierto que los dirigentes políticos de los siglos que van del VI al XV no se lucieron por su habilidad negociadora y sí, en cambio, por su tendencia a la reacción violenta frente a nuevas situaciones o viejas ambiciones, pero en eso no fueron peores que la mayoría de los romanos que se habían sucedido en el poder, con honrosas excepciones, como Augusto. De los griegos de la Antigüedad heredó Europa una marcada tendencia a las disputas y una incapacidad casi insuperable para la unión, que ni siquiera la constante acción de Roma consiguió aligerar, pese a la incorporación amplia a una ciudadanía común y la metódica construcción de caminos hacia y desde todas las partes del imperio.

Si existió un Renacimiento carolingio, diferente del posterior y universal, lo fue de la herencia romana. Aquel hombre enorme, tanto en el sentido político como en el físico, que fue Carlomagno, analfabeto hasta la vejez –consiguió aprender a leer, aunque sus inmensas manos estaban demasiado endurecidas ya para que pudiera escribir– pero capaz de rodearse de verdaderos sabios, tenía visión imperial, y fue lo que él construyó lo que impidió que el islam devorara los restos de Atenas y de Roma. Véase a este propósito la extraordinaria obra de Henri Pirenne Mahoma y Carlomagno.

Carlomagno.Sus descendientes no fueron ni remotamente iguales. Es probable que, con una dinastía más o menos coherente, los logros de Carlomagno se hubiesen asentado, pero al cabo de dos generaciones se había vuelto a las luchas europeas.

Etienne Marcel, nacido en una fecha imprecisa en torno a 1302 y muerto en 1358, comerciante en paños, llegó a ser el hombre más rico y el preboste de los mercaderes de París en los días del reinado de Juan II, llamado Juan el Bueno, coronado en 1350. Pero tenía un problema que nos afecta a muchos hoy: aborrecía los impuestos y, lo que tal vez fuera peor, no confiaba en absoluto en las intenciones del soberano respecto del uso de lo recaudado. De modo que organizó un movimiento, cuyos miembros, con gorros tejidos en azul y rojo, decían representar "la voluntad del pueblo", y se lanzó a reclamar que los impuestos fueran establecidos –y su recaudación supervisada– por los Estados Generales. Ya sabemos que hubo que esperar unos cuantos siglos para que eso se consiguiera, al menos en parte.

Marcel ignoraba dos cosas por entonces: que la peste negra de 1348, que se llevó por delante al menos un tercio, y tal vez la mitad, de la población europea, no iba a volver; y que en 1346, en la batalla de Crécy, había empezado la Guerra de los Cien Años (esas cosas nunca las saben los contemporáneos, y cuando las cuentan los historiadores es tarde para explicárselas a los afectados). Pero la locura y el miedo desatados por la enfermedad –de la cual, cómo no, se acusó a los judíos, con los consecuentes pogromos–, el hambre derivada de un campesinado diezmado y la desordenada codicia de los reyes franceses e ingleses iban a hacer imposible cualquier reforma racional.

Ciertamente, Marcel tiene un monumento ecuestre en París, delante del Hôtel de Ville, pero de ninguna manera está en el recuerdo popular en el mismo plano que Robespierre, Danton o Marat. En ese sentido, es un personaje marginal, el creador de un gran proyecto, liberal, por cierto, a su modo, con las limitaciones de su tiempo, pero nada más. No es tenido por lo que es: un gran hombre, un imprescindible con un antes y un después.

No obstante, hay que reconocer que no es el personaje más infortunado del pasado. Otros fueron verdaderamente ninguneados, olvidados y marginados de una manera radical, sin monumento alguno y, en el mejor de los casos, con una o dos líneas o una nota al pie en los libros de la historia. Y algunos no han sido adecuadamente valorados hasta pasados milenios. Todo porque se adelantaron demasiado a su tiempo, es decir, fueron más inteligentes, más sabios o más críticos que cualquiera de sus contemporáneos. Y eso no se perdona.

Aristóteles.Vale para explicar lo que digo una breve exposición de la historia de Aristarco de Samos, nacido en la isla de la que se toma su nombre en 310 a. C. y muerto en Alejandría en 230 a. C. Ciertamente, Aristarco intuyó casi toda la astronomía moderna, pero fracasó en su demostración. Midió las distancias entre la Tierra y la Luna y la Tierra y el Sol, y escogió un método geométrico acertado, pero sus resultados distaban mucho de ser exactos. Lo cual no resta valor a su trabajo, tal como consta en la única obra suya conservada: De los tamaños y las distancias del Sol y de la Luna. También, y esto es mucho más importante, expuso una visión heliocéntrica del universo. Lo sabemos porque así lo dice Arquímedes, no porque nos haya llegado trabajo alguno de Aristarco en forma directa. Puesto que Aristóteles –quien sin duda fue el científico más sagaz de su época, con, por ejemplo, una clasificación de las especies animales que no se retomó hasta Lamarck– había enunciado una doctrina geocéntrica, la que siguió Claudio Ptolomeo y fue artículo de fe hasta Copérnico, es evidente que el esfuerzo crítico de Aristarco fue monumental.

Un astrónomo nacido en 190 a. C., Seleuco de Seleucia, que determinó la relación de las mareas con las fases de la Luna, defendió la tesis de Aristarco sin mayor éxito. A comienzos del siglo XIX el gran poeta Giacomo Leopardi (1798-1837), que en su breve vida se ocupó de casi todo para morir en la miseria, escribió una Historia de la astronomíarecuperada para el público en 1995– en la que reivindicaba a Aristarco; pero eso no bastó para devolverle a la historia activa: sólo ahora se le está empezando a dar su lugar. Nada secundario, por cierto.

No se trata de errores ni de desconsideraciones, aunque estos olvidos terribles, que tanto conspiran contra la idea de trascendencia de la creación y el estudio, sí puedan ser ligados a la mucha ignorancia que suele acumularse en los recovecos de la política universitaria, desde Pedro Abelardo hasta hoy: tanta ignorancia como sabiduría, tanta tiniebla como luz, porque aún no se ha dado con un modo de impedir el triunfo de la mediocridad, una forma casi perfecta, por lo sutil, de triunfo del mal. En ocasiones, estas cosas resultan en verdad desazonantes. Lo mismo que sus curiosas contrapartidas, las celebridades injustas.

En julio del año 356 a. C. un tipo llamado Eróstrato prendió fuego al Artemision, templo de Artemisa en Éfeso, considerado una de las siete maravillas del mundo; después de eso, se entregó. Dijo a los jueces que lo había hecho para que su nombre quedara en la historia. No sólo fue condenado a muerte, sino que se dio la orden de que su nombre fuese borrado de cualquier registro o documento, y que nunca más fuera pronunciado. Si estoy escribiendo esto es porque Eróstrato logró lo que se proponía. Cervantes, Gracián, Hugo y otra docena de grandes autores se han referido a su hazaña, y el DRAE registra el término erostratismo, que alude a aquel pero describe a una serie de tarados notorios, desde el asesino de Lennon hasta el ángel de la muerte Richard Angelo.

 

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