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SOBREVIVIR A LA SHOÁ

Septiembre de 1944: Kol Nidre en Dachau

Fue en Dachau. En una barraca, la mía, había casi cien judíos. La mayoría éramos de Lodz, Salónica, Hungría. Habíamos llegado desde Auschwitz pocas semanas antes. Habíamos dejado a nuestros seres queridos en el infierno más atroz. Nunca pudimos reencontrarnos con ellos.


	Fue en Dachau. En una barraca, la mía, había casi cien judíos. La mayoría éramos de Lodz, Salónica, Hungría. Habíamos llegado desde Auschwitz pocas semanas antes. Habíamos dejado a nuestros seres queridos en el infierno más atroz. Nunca pudimos reencontrarnos con ellos.

Todo había sido tan rápido... La llegada, la separación de nuestros familiares, nuestros nombres convertidos en números... También perdimos la ropa: sólo nos dejaron los zapatos con los que habíamos entrado.

Algunos fuimos seleccionados para ir a un campo en construcción que, finalmente, para muchos sería el de la muerte. Esa selección fue también separación; para morir, en el anonimato, tantas veces como fuera posible: por hambre, frío, separación; por no poder soñar, desear. De nuevo por hambre. Siempre el hambre.

Durante algún tiempo ni tuvimos conciencia del paso de las horas. No había calendarios ni relojes. Lo único que nos mantenía vinculados a la realidad temporal eran las sirenas.

Ahora bien, un día hubo un Kol Nidre... Hasta hoy no encuentro respuesta al hecho de que alguien pueda recordar que, allí, una noche hubo un Kol Nidre. El día en que todas las promesas quedan canceladas.

Alguien había logrado introducir un pequeño sidur. Lo sacó y, en voz baja, comenzó a recitar. El simple hecho de tener un libro de rezos podía costarte la vida. El llanto que nos invadió a todos estaba lleno de desesperación. Aún hoy sigo preguntándome quién tiene necesidad de seguir con el judaísmo después de aquello, el infierno que padecimos por el mero hecho de ser judíos.

Han pasado más de sesenta años y la impresión, sobre todo cuando se aproxima Yom Kippur, sigue siendo muy intensa. Aquello fue una plegaria...; simplemente, una plegaria que no llegó a lugar alguno.

Las lágrimas, cristalinas, impregnaron nuestras ropas. Soledad. Resignación. Autocompasión. Probablemente, para los creyentes, D-s* estaba ocupado en otras cosas.

No soy el mismo que escuché y participé de aquel Kol Nidre. Pese a todo, sigo preguntándome qué valor podía tener, si ni siquiera sabíamos si al día siguiente viviríamos.

Cada aniversario me retrotrae a lo que viví: en un mes de septiembre de hace 57 años, los alemanes entraron en mi ciudad y marcaron un antes y un después. El comienzo del fin.

Mi generación, la que vivió en guetos y campos, se continúa debatiendo ante un dilema existencial: recuerdo y pesadilla. Olvidar o aferrarse a la necesidad de evocar.

Tal vez haya, en algún lugar, un espacio para la religiosidad. Probablemente la urgencia, una vez más, sea la de revivir, ya en libertad, a aquellos que no tuvieron la posibilidad de recitar la plegaria.

 

© Por Israel

(*) Nota del editor: Los judíos piadosos no escriben la palabra Dios, que sustituyen por fórmulas como la utilizada aquí por Jack Fuchs.

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