Menú
ANTIGÜEDAD

Tucídides o la necesidad histórica de la guerra

Ya el poeta más antiguo de Grecia hacía decir a uno de sus héroes que es locura amar la guerra. Probablemente no haya sentir más compartido en la historia de la humanidad. Sin embargo, esta condena unánime tiene en la otra cara una figura inquietante y también absoluta: la necesidad de la guerra, demostrada justamente por el hecho de que se da sin tregua pese a la mejor voluntad para evitarla.


	Ya el poeta más antiguo de Grecia hacía decir a uno de sus héroes que es locura amar la guerra. Probablemente no haya sentir más compartido en la historia de la humanidad. Sin embargo, esta condena unánime tiene en la otra cara una figura inquietante y también absoluta: la necesidad de la guerra, demostrada justamente por el hecho de que se da sin tregua pese a la mejor voluntad para evitarla.

La guerra es el mal inevitable, la más humana inhumanidad, que sigue entrando en nuestras vidas con la misma urgencia y la misma demanda: una lección de realismo que nos obliga a aceptar lo más odioso y abrir la puerta a su justificación en nombre de las cosas como son.

Si se trata de explorar los ancestros de esta enseñanza tan cruda, y tan importante para el pensamiento ético y político de nuestra civilización que no parece tener tiempo, Tucídides es sin duda nuestro autor, para empezar porque se creía capaz de sacar de los hechos adecuadamente exploradas lecciones, que eran como tesoros "para siempre". R. Walzer, a quien debemos una de las reflexiones más logradas y admiradas sobre la espinosa cuestión de la aceptabilidad de las guerras, no deja lugar a dudas sobre la genealogía del problema: en un principio fue Tucídides, y más concretamente su relato de un minúsculo episodio de la guerra cuya relación conocemos por el título de Historia de la Guerra del Peloponeso, que ubicamos con tanta naturalidad entre los años 431 y 405 de antes de Nuestro Señor.

Según cuenta Tucídides en el libro V de esta obra sin par, Melos era una pequeña isla del Egeo que ha gozado hasta el momento (416 a. C.) de la neutralidad. Los atenienses envían en ese año una expedición para someterla. Previamente a los combates se produce una negociación entre embajadores atenienses y consejeros melios donde se intenta solventar el problema sin recurrir a las armas. Tucídides reproduce las negociaciones en forma de diálogo, con breves intervenciones de las dos partes, creando así un modo único de exposición histórica. Los melios piden mantener su situación neutral, los atenienses hacen ver que en una guerra como la que está en curso no pueden permitirse neutralidades, que serían consideradas signos de debilidad. Los atenienses se declaran sujetos a una necesidad que no admite otra respuesta que el sometimiento. Justicia y piedad, en fin, no tienen en el lenguaje de los atenienses un sentido en el orden de los hechos: son palabras sin fuerza.

Los expedicionarios atenienses desembarcaron en Melos e invadieron el país, y después solicitaron un parlamento con las autoridades; que les negaron, según cuenta Alfonso Reyes, en una las más bellas reconstrucciones que se hayan hecho nunca del relato de Tucídides, la ocasión de expresarse ante la asamblea del pueblo, "acaso por miedo a la seducción inmediata de un discurso sin interrupciones"; "y se los remitió a la negociación en privado con los magistrados y oligarcas de la ciudad". Los atenienses fueron tajantes con los melios: "No haremos, pues, discursos. Tampoco los hagáis vosotros. Propondremos nuestras bases una a una y vosotros las iréis contestando".

Los melios, sin embargo, tratan de hablar. He aquí, según la reconstrucción de Reyes, un breve retazo del descarnado diálogo de los dos contendientes.

–¿Te sometes, por la buena, a mi imperio?

–¿Cómo por la buena, si ya me has invadido militarmente y eres ya el juez de la disputa? Si te demuestro que tengo razón, me harás la guerra. Si te acepto, seré tu esclavo.

–No vengo a que calcules sobre tu porvenir, sino a que escojas tu salvación. Vencí al persa y me corresponde ser el amo. Tu rehusa será una ofensa. No alegues que te resistes por ser colono lacedemonio. La justicia es un buen argumento entre dos partes sujetas a igual necesidad. Cuando uno es fuerte y otro débil, no hay argumento válido: manda el interés.

Los melios, sí, resistieron, pero la ciudad fue tras un asedio largo tomada y arrasada. Se trata de un acontecimiento de escaso valor, como la misma isla de que se trata, si tomamos en consideración la influencia que tiene en el conjunto de la historia contada, así que caben pocas dudas de que Tucídides, tan cuidadoso de la economía, otorga a la triste suerte de los melios un carácter ejemplar inverso a su tamaño, que ha sido, en efecto, bien percibido a lo largo de la historia.

¿Cómo descubrió Tucídides que esta terrible necesidad opera en la guerra como en ninguna otra actividad humana, esa guerra que él mismo declara odiosa en boca de su héroe Pericles? Tucídides había sido elegido casi diez años antes general de los atenienses, de modo que conocía bien de qué hablaba. En el 423 fue castigado con el exilio por no haber sido capaz de socorrer la población y en el exilio pasó veinte años de su vida, es decir lo que quedaba de esa guerra cuya grandeza, nos asegura al comienzo de su obra, supo percibir desde el primer momento. Ahora bien, es en su exilio donde hace Tucídides el primer descubrimiento importante, el del observador adecuado de las cosas humanas que nosotros, a falta de un equivalente más cercano, llamamos historiador, aunque, como señalaba Paul Veyne, sería mejor relacionar con el periodista o, con Foucault, con el juez de instrucción.

Se trata, nos apresuramos a decir, de un historiador sin academia, libérrimo, que persigue la verdad de los hechos sabiendo que éstos pronto se diluyen en relatos lastrados de intereses en los que ya hechos y palabras son indistinguibles y inexorablemente parciales. Tucídides parece creer que hay un breve espacio temporal en que todavía está abierta la posibilidad de descubrir la verdad de los hechos y de no deformar del todo las palabras dichas en el curso de esos hechos, de modo que puede construirse una relación de lo sucedido definitiva y cierta, de la que cabe aprender para siempre. El exiliado es un candidato inmejorable para llevar a cabo esta tarea tan exigente, tan meticulosa de seguimiento de la verdad, en la que un conocimiento de primera mano se hace guardando las debidas distancias, que salvan de la parcialidad por encima incluso del patriotismo.

Tucídides inventa, pues, una figura de la autoridad completamente nueva, del género de las invocadas hoy por Rosanvallon para renovar la dañada legitimidad democrática, como es la que deriva de la imparcialidad, inventada ya por Homero, nos decía Arendt, pero despojada del oropel poético, sospechoso siempre. Tucídides es, en suma, un historiador del tiempo presente que parece precaverse de las futuras manipulaciones de la memoria histórica. Y el exilio, su exilio, es la condición de la objetividad del historiador. Bendita objetividad. Tan lejos de los académicos y eruditos de nuestras instituciones como tan cerca del exiliado de mirada limpia.

¿Y qué descubre Tucídides a esa distancia mediana, en ese espacio casi de equilibrista por el que circula durante veinte años viendo y preguntando, cotejando y comprobando? Para empezar, que hay en la guerra una extraña fenomenología. Por ejemplo, que hay guerras declaradas sin que los contendientes se enfrenten en el campo de batalla, sino que su lucha es la preparación para el enfrentamiento que ha de venir. Constata de este modo que dos guerras convencionales, separadas por diez años de paz engañosa, son en realidad una sola única hostilidad desplegada en grados diferentes de intensidad bélica. En segundo lugar, Tucídides muestra en el relato de esta guerra que la acción humana transita de manera que, una vez surgida la diferencia que genera la riqueza, o bien se vuelca al dominio exterior en forma de imperio, o bien refluye sobre sí misma en forma de guerra civil: las sociedades, o bien se expanden sometiendo a otras a sus intereses, o bien se autodestruyen en rivalidades internas. He aquí el segundo descubrimiento tucidídeo que tan cercano suena del Hobbes más puro. Existe todavía una tercera lección, esta ya, a diferencia de la anterior, definitivamente política, porque tiene que ver con lo que los hombres pueden hacer. La suerte de las sociedades está dictada no sólo por esa triste ley de la guerra necesaria, también por el juego de sus instituciones.

Veinticinco siglos después de Tucídides, siguen sonando a propósito de la guerra las mismas voces que se oyeron en el diálogo de los melios. Tras una apariencia de valores universalmente reconocidos, todo el mundo queda a la espera de lo que está por revelarse y demanda de los profetas en circulación un conocimiento definitivo: ¿qué se juega realmente en la batalla, qué la ha hecho inevitable? No sabemos qué responderán los sabios, pero la gente como Tucídides se pondría humildemente a investigar lo que se hace y se dice para descubrir dónde el destino se libra de la necesidad, dónde el designio de los seres humanos se libra de la guerra. Tucídides fue tan consciente de su tarea que así empezó su obra:

Tucídides (sic) el ateniense compuso la historia de los peloponesios y los atenienses, tal como la llevaron a cabo unos contra otros, se puso manos a la obra inmediatamente, a los primeros síntomas.

En fin, la vigencia de Tucídides podría sintetizarse así: si la guerra es inevitable, entonces regúlese. ¡Guerra justa! Quién lo sabe. La duda persiste: ¿son las guerras necesarias para mantener la civilización?

Temas

0
comentarios