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LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

Irán, la primera batalla fuera de Europa

Los historiadores revisionistas de los años 60 y 70 (especialmente, Gabriel Kolko) sostienen que la responsabilidad de la Guerra Fría no fue de Stalin, sino de Truman. Al carecer la URSS de fronteras naturales con Alemania, era lógico que el zar rojo tratara de establecer un cinturón de seguridad de regímenes amigos con el que protegerse de las aviesas intenciones de unos EEUU que, en 1945, eran mucho más poderosos que la URSS, y que tenían en la derrotada Alemania un aliado potencial de indudable poderío, a poco que se le permitiera rearmarse.


	Los historiadores revisionistas de los años 60 y 70 (especialmente, Gabriel Kolko) sostienen que la responsabilidad de la Guerra Fría no fue de Stalin, sino de Truman. Al carecer la URSS de fronteras naturales con Alemania, era lógico que el zar rojo tratara de establecer un cinturón de seguridad de regímenes amigos con el que protegerse de las aviesas intenciones de unos EEUU que, en 1945, eran mucho más poderosos que la URSS, y que tenían en la derrotada Alemania un aliado potencial de indudable poderío, a poco que se le permitiera rearmarse.
Harry S. Truman

Podría defenderse con alguna solidez, como a veces parece hacer Kissinger en su Diplomacy, que la agresividad expansionista de la URSS no era propiamente comunista sino de origen geoestratégico. Según él, los bolcheviques no hicieron más que continuar la política expansionista de los zares, que a su vez se vieron empujados por las circunstancias multiétnicas y geográficas de su país. Pero este planteamiento no niega, sino que reafirma, la naturaleza expansionista del régimen soviético, aunque fuera una característica heredada más que un defecto intrínseco del comunismo. En cualquier caso, éste no lo atemperó, sino que lo exacerbó.

La tesis de los revisionistas puede defenderse con algo de solidez para justificar la política de hierro de Stalin en Europa Oriental, donde en un país tras otro fue imponiendo gobiernos más o menos impopulares controlados por los comunistas y respaldados por las bayonetas del Ejército Rojo, con la notabilísima excepción de Yugoslavia, que puede enorgullecerse de haberse equivocado ella sola. Sin embargo, la idea de que la política de Stalin era en esencia defensiva se viene abajo si se contempla el caso de Irán.

Persia había sido uno de los escenarios del Gran Juego que enfrentó a Gran Bretaña y Rusia por el control de Asia Central. Para Londres, ganar significaba conservar la perla de la corona, la India. Para Moscú, la victoria hubiera implicado librarse del corsé inglés que constreñía su expansión hacia el rico sur de Asia. Rusos y británicos chocaron en Afganistán, pero también lo hicieron en la planicie persa, rica en recursos naturales.

En 1907, con el Tratado Anglo-Ruso, el Gran Juego acabó en tablas. Por lo que hace a Irán, fue dividido en dos esferas de influencia: la septentrional quedó en manos del zar Nicolás II, y la del sur en las del rey Eduardo VII. Ambos imperios estaban exhaustos. Rusia, que acababa, sorprendentemente, de perder contra el Japón (era la primera vez que una gran potencia europea era derrotada por una no europea) y de superar la revolución subsiguiente, necesitaba darse un respiro en sus eternas tendencias expansionistas.

Reza Khan.La revolución de 1917 hizo que Rusia se contrajera, de forma que, tras la Primera Guerra Mundial, Irán quedó en poder de los británicos, mientras los bolcheviques se ocupaban de no perder demasiado territorio a manos de los alemanes y de vencer en su cruenta guerra civil.

Reza Khan dio un golpe de estado en Irán en 1921; sin desligarse de los británicos, el golpista firmó un tratado de amistad con los soviéticos. Tras la llegada de los nazis al poder, Reza, convertido en Reza Sha, se aproximó a los alemanes para contrarrestar las influencias británica y rusa. Pudo seguir jugando a tres bandas tras estallar la Segunda Guerra Mundial, pero no cuando Alemania invadió la URSS y los anglosajones descubrieron que el camino más sencillo para hacer llegar a los rusos la ayuda americana y británica pasaba por Persia. Renunciar a él habría significado tener que hacer llegar los suministros por el puerto de Murmansk, helado durante buena parte del año, y por Vladivostok, en el Pacífico, a más de 9.000 kilómetros de Moscú por tren.

Ingleses y rusos decidieron acabar con la influencia alemana invadiendo Irán en agosto de 1941, un mes después de iniciarse la operación Barbarroja. El territorio quedó dividido en zonas de ocupación prácticamente iguales a las pactadas en 1907. Al mes siguiente, Reza Sha pagó su amistad con los nazis abdicando en favor de su hijo Mohamed Reza Pahlevi, quien mucho después sería depuesto por la revolución islámica del ayatolá Jomeini.

Durante la guerra, los soviéticos se dedicaron a hacer proselitismo en su zona de ocupación. Con ese fin se fundó el Tudeh ("Las masas"), el partido comunista local. Su actividad se disparó cuando los americanos consiguieron concesiones petrolíferas similares a las que ya disfrutaban los británicos. Los rusos emplearon la amenaza de la revuelta comunista para tratar de lograr un trato igual al dado a los anglosajones. Ocurrió, sin embargo, que –como en casi todos los sitios– el comunismo despertó poco entusiasmo entre los iraníes. Entonces, Stalin intentó jugar la baza nacionalista y propuso la creación del Azerbaiyán iraní, dependiente de Bakú, capital de la república socialista soviética de Azerbaiyán. A tal fin procuró la creación del Partido Democrático Azerí, encargado de aglutinar los sentimientos independentistas de los azeríes de Irán.

Rendida Alemania, Reza Pahlevi pidió a las tropas de ocupación que salieran del país. En septiembre de 1945 los Tres Grandes acordaron que retirarían sus fuerzas el 2 de marzo de 1946, es decir, exactamente a los seis meses de la rendición del Japón, tal y como habían acordado en 1942. Naturalmente, llegada la fecha de la retirada, las tropas británicas y americanas cumplieron lo pactado y las rusas no. El mantenimiento de la ocupación, aparte de significar una violación de lo acordado, constituía una grave amenaza para la integridad iraní, porque hasta entonces el Ejército Rojo había impedido a las fuerzas armadas locales sofocar la revuelta separatista que los rusos habían instigado.

Los iraníes protestaron en la ONU con el apoyo de norteamericanos e ingleses. Mientras, Stalin ordenó a sus tanques desplegarse en la frontera persa. En abril, el primer ministro iraní, Ahmad Qavam, logró un acuerdo con los rusos por el que éstos aceptaban retirarse a cambio de un estatuto de autonomía para el norte de Irán y un contrato de explotación petrolífera del Azerbaiyán iraní a favor de empresas soviéticas.

El acuerdo significó un obvio triunfo para Stalin. A cambio de hacer lo que debió haber hecho en marzo, conseguía una región autónoma gobernada por un partido próximo y una concesión petrolífera. Ahora bien, los acontecimientos no siguieron ese curso. Unos meses después de irse los rusos, los iraníes revocaron la autonomía, enviaron el ejército a la región, detuvieron a los líderes nacionalistas y mataron a varios centenares de sus partidarios. Poco después, en octubre de 1947, el parlamento iraní (Majlis), seguro de estar respaldado por los Estados Unidos, se negó a ratificar la concesión petrolífera otorgada a los rusos. Éstos se arrugaron y no hicieron nada para exigir por las armas el cumplimiento de lo que se les había prometido.

Reza Pahlevi.El mismo mes en que el Majlis rechazaba ratificar el tratado con la URSS, Washington llegaba a un acuerdo de cooperación militar con Teherán. El régimen de Reza Pahlevi se convirtió así en un baluarte de los Estados Unidos en el centro de Asia. Irán ya no dependería de los británicos, pero lo haría, de manera mucho más intensa, de los norteamericanos.

Es verdad que Mohamed Reza no tuvo la capacidad que tuvo su padre para manejar a los occidentales en su propio beneficio y se arrojó a los brazos de los norteamericanos. Y es verdad que esa política de subordinación militar y económica le acabó costando la corona. Pero, en su descargo cabe decir que el principal responsable de la situación fue Stalin y su torpeza que, a base de amagar una y otra vez y no dar, se quedó sin margen para la maniobra y sólo se dejó como alternativas la de invadir con sus tanques y arriesgar una guerra que todavía no podía ganar con las potencias occidentales o retirarse con el rabo entre las piernas sin aliado en el norte de Irán y sin concesiones petrolíferas. No le quedó más remedio que escoger esta última. Una política menos ambiciosa y más discreta pudiera haberle arrojado algún beneficio, pero jugando a todo o nada tuvo que finalmente conformarse con nada.

Así concluyó una crisis que fue paradigma de mucho de lo que vino después.

En primer lugar, la crisis iraní demostró que el expansionismo era intrínseco a la naturaleza del régimen soviético. Irán no era Alemania, un vecino poderoso que había de ser contenido con un cordón de seguridad. Tampoco el terreno era el mismo que en Europa Oriental, donde la ausencia de fronteras naturales podía hacer que una columna de tanques se plantase sin apenas dificultades a las puertas de Moscú: ahí estaba el Cáucaso para impedirlo. Por lo tanto, las ambiciones de Stalin eran ahí de naturaleza inequívocamente ofensiva.

En segundo lugar, quedó igualmente probada la capacidad de Stalin –que heredaron sus sucesores–para aliarse con movimientos nacionalistas antioccidentales del Tercer Mundo. Allí donde hubiera un movimiento nacional contrario al colonialismo europeo, los soviéticos intentarían convertirlo en un movimiento de corte comunista. El caso iraní no sólo demostró la capacidad camaleónica de los rusos para unir el comunismo a algo tan extraño y opuesto a él como el nacionalismo, también acreditó que los movimientos antioccidentales apoyados por los rusos sólo tendrían vigor si su base nacionalista era fuerte: el ingrediente comunista sería en la mayoría de las ocasiones incapaz por sí sólo de aglutinar al pueblo contra Occidente.

En tercer lugar, quedó claro que, por muchas que fueran las exhibiciones soviéticas de fuerza, Moscú se echaría finalmente atrás si Occidente se mantenía firme y si no había intereses nacionales soviéticos de por medio. Lo que ocurrió en Irán, ocurrió por dos veces en Berlín, en Cuba (Crisis de los Misiles) y en otros lugares y circunstancias.

No todos en Occidente supieron entender la verdadera naturaleza de la amenaza soviética, que la crisis iraní dejó meridianamente expuesta. Es más, los que lo hicieron fueron los menos. Hubo un personaje que, atento o no a lo que ocurría en Irán, describió aquélla a la perfección: un joven diplomático destinado en Moscú llamado George Kennan. Si puede hacerse responsable a una sola persona de la estrategia con que los Estados Unidos vencieron a la URSS en la Guerra Fría, esa persona sería Kennan. De él hablaremos en otra ocasión.

 

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