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LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

Stalin presiona en Turquía

Buena parte de la historia de la Europa Oriental del siglo XIX gira en torno a las relaciones ruso-turcas. El muy debilitado Imperio Otomano logró sobrevivir al empuje expansionista de los zares gracias a la ayuda de Gran Bretaña, interesada en que el Mediterráneo Oriental no estuviera controlado por una gran potencia y que los barcos de Su Majestad tuvieran franco acceso al Canal de Suez en su ruta al subcontinente indio.


	Buena parte de la historia de la Europa Oriental del siglo XIX gira en torno a las relaciones ruso-turcas. El muy debilitado Imperio Otomano logró sobrevivir al empuje expansionista de los zares gracias a la ayuda de Gran Bretaña, interesada en que el Mediterráneo Oriental no estuviera controlado por una gran potencia y que los barcos de Su Majestad tuvieran franco acceso al Canal de Suez en su ruta al subcontinente indio.

Fue precisamente la tensión con que rusos y británicos asistieron a los estertores de la Sublime Puerta lo que dio lugar a la única guerra importante del siglo XIX, la de Crimea, en la que Londres, con la ayuda de París, frenó las ansias rusas de controlar los estrechos y acceder al Mediterráneo.

La Guerra de Crimea demostró que el control de los estrechos era desde luego una exigencia ofensiva, requisito indispensable para proyectar el poderío ruso en Europa Oriental y en los Balcanes. Pero, visto que los otomanos permitieron a las armadas británica y francesa adentrarse en el Mar Negro y, una vez allí, bombardear Sevastopol y aniquilar a la Armada rusa en su propio mar, controlar los estrechos se convirtió también en una necesidad defensiva.

La torpe invasión de Bélgica por parte de los alemanes, exigida por el plan Schlieffen –el único que tenían en Berlín–, obligó al Reino Unido a elegir entre dos de sus eternas cuestiones geoestratégicas: una Bélgica libre y neutral –y es que Bélgica es el lugar desde donde es más fácil lanzar una invasión sobre las islas británicas– y un Mediterráneo Oriental libre de armadas de grandes potencias, que pudieran cerrar u obstaculizar el acceso al Canal de Suez. Gran Bretaña, a través de su secretario de Exteriores, optó por conjurar el peligro que le pareció más inminente y declaró la guerra a Alemania por violar la neutralidad belga. Sir Edward Grey consideró más peligroso que los alemanes estuvieran en Amberes que el que los rusos se hicieran con Constantinopla.

El triunfo de los aliados –Gran Bretaña, Francia y Rusia– debía haber supuesto, efectivamente, eso, la liberación de Bélgica y la caída de Estambul en manos rusas, toda vez que el Imperio Otomano eligió ser aliado de las potencias centrales. El desembarco en Gallipoli, ideado por Winston Churchill, a la sazón Primer Lord del Almirantazgo, o ministro de Marina, supuso un intento de evitar esa perniciosa consecuencia, no obstante fueran derrotados los turcos. El desembarco fue un fracaso que por poco le cuesta la carrera a Churchill, y los ingleses se dispusieron a evitar tener a los alemanes a la vista desde Dover a cambio de dejar que los rusos se quedaran con los estrechos.

Sin embargo ocurrió un hecho providencial, que seguramente tuvo gran responsabilidad en la supervivencia del imperio británico hasta la siguiente Guerra Mundial, la revolución rusa. Antes de que británicos y franceses derrotaran a los alemanes, éstos vencieron a los rusos, exangües por años de guerra con Alemania y Austria, por la revolución bolchevique y por la Guerra Civil que ésta produjo. De forma que los estrechos quedaron en manos de los turcos a pesar de haber sido derrotados en la Primera Guerra Mundial porque los rusos ya no estaban entre los vencedores para hacerse con los despojos de la Sublime Puerta.

Naturalmente, el Imperio Otomano no sobrevivió a la derrota y vio la luz la Turquía que creara Kemal Ataturk a imagen y semejanza de los grandes Estados-nación europeos, con un territorio perfectamente identificado, fronteras reconocibles, una lengua y cultura comunes y un Gobierno laico.

Mustafá Kemal Ataturk.Los dos nuevos regímenes, el bolchevique y el de Ataturk, hicieron buenas migas. Era lógico que fuera así. Ambos eran fruto de las respectivas derrotas de sus países, los cuales tenían en común un ambicioso pasado imperial. Era natural que trataran de formar un frente unido ante los nuevos amos de la escena internacional, las democracias occidentales, y se esforzaran por superar antiguas rencillas. Turquía y la URSS firmaron un tratado de amistad en 1925. Este tratado significó que fueran definitivamente turcas las regiones de Kars y Ardaján, en el Cáucaso, que habían perdido los rusos en la guerra. Además, en 1936 Ankara, con fuerte apoyo británico, logró que los bolcheviques suscribieran el Convenio de Montreux, por el que Turquía era declarada dueña y señora de los estrechos, el único país legitimado para atravesar los estrechos con buques de guerra. Por supuesto, estaba obligada a respetar el tráfico mercantil, pero el paso de navíos de guerra quedaba muy restringido. No hay que olvidar que, por esas fechas, la diplomacia soviética se estaba esforzando en firmar con Gran Bretaña y Francia un tratado de seguridad colectiva para constituir un frente común contra Hitler, y no era conveniente inquietar a los ingleses empeñándose en que su Armada tuviera libre acceso al Mediterráneo.

Tras invadir Hitler la Unión Soviética, Turquía se mantuvo formalmente neutral. Sin embargo, como tantos otros países neutrales, mantuvo buenas relaciones con la Alemania nazi y se mostró incapaz de impedir que los submarinos germanos pasaran los estrechos y se adentraran en el Mar Negro, donde hostigaron a la flota soviética. Nuevamente, los rusos comprobaron cómo la exigencia ofensiva de controlar los estrechos resultaba ser también una necesidad defensiva.

Cuando Churchill y Stalin se reunieron en 1944 en Moscú, el georgiano sacó a colación la necesidad de revisar el Convenio de Montreux. Churchill se mostró complaciente, pero nada se concretó. En Yalta, el camarada secretario general volvió a sacar el tema y recibió la comprensión de Roosevelt.

Convencidos los bolcheviques de que no encontrarían fuerte oposición en Occidente, en junio de 1945 Molotov hizo saber al Gobierno turco las exigencias soviéticas: primero, serían devueltas las regiones perdidas durante la Primera Guerra Mundial y, segundo, se revisaría el Convenio de Montreux, en el sentido de que los estrechos estarían conjuntamente controlados por la URSS y por Turquía, lo que exigía el establecimiento de bases militares conjuntas en territorio turco.

Esta manera de actuar constituyó una torpeza. La exigencia soviética de que su flota tuviera acceso al Mediterráneo habría sido difícilmente aceptada en Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero la exigencia de que se le garantizara que ningún buque de guerra de potencia alguna tuviera acceso al Mar Negro estaba basada en una necesidad que los occidentales no podían negarse a reconocer, tras haberse demostrado Turquía incapaz de evitar que ocurriera.

Gran Bretaña, desde luego, no tenía el menor interés en que los barcos rusos aparecieran en el Mediterráneo Oriental, pero no estaba en condiciones de impedirlo si Stalin decidía apostar fuerte. Ya no podía oponerse con las armas, y los únicos que podían hacerlo eran los americanos. A Truman el asunto le pilló en pleno proceso de descubrir las verdaderas intenciones de los rusos, de forma que dudó. Dudó, además, porque, a diferencia de lo que estaba ocurriendo en Irán, donde Stalin se jugaba tan sólo intereses económicos, lo que estaba en juego en los estrechos eran obvios y poderosos intereses geoestratégicos, y no era descabellado temer que los rusos estuvieran dispuestos a llegar hasta el final. En diciembre de 1945 Truman se convenció de que una invasión soviética de Turquía era posible y decidió que, de acuerdo con la doctrina de la contención, que se estaba formando en esas fechas y que pasaría a la historia como Doctrina Truman, había que impedirlo.

En agosto de 1946, estando ya en vías de solución la crisis iraní, Stalin y Molotov reiteraron su ultimátum a Estambul. Truman se preparó para la respuesta militar en el caso de que Stalin decidiera invadir. El Missouri, acompañado de una flota, fue enviado al Mediterráneo Oriental, en un primer ejemplo de lo que la izquierda llamó "diplomacia de la cañonera", y se hicieron preparativos para intervenir incluso con armas nucleares, si necesario fuera. El 12 de marzo de 1947 Truman acudió al Congreso solicitando apoyo a su política de resistencia a Moscú en Grecia y Turquía. El importante discurso que dio es el que recoge la Doctrina Truman. Finalmente, como en tantas otras ocasiones, Stalin se arrugó, aunque en esta ocasión no hubo un hecho concreto que simbolizara su paso atrás; simplemente, dejó de esgrimir sus amenazas contra Turquía.

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El episodio tiene una extraordinaria importancia, aunque es difícil de interpretar. Para empezar, resulta extraño que Stalin no fuera capaz de llegar más lejos para probar la resolución de los norteamericanos en un asunto de tan obvio interés defensivo para él. Geoffrey Roberts interpreta esta actitud en el sentido de que demuestra cuán razonable era el dictador soviético, que ni siquiera en este caso de vital importancia defensiva arriesgó una guerra con Occidente. Para el mismo autor británico, la resistencia de Truman demuestra la agresividad de Occidente, que no permitió a la URSS establecer una línea defensiva razonable que pudiera poner las bases para una coexistencia pacífica. Dicho de otro modo, Roberts opina que el incidente demuestra que, en la Guerra Fría, el agresor fue Truman y no Stalin.

Zubok y Pleshakov ponen sin embargo de relieve la torpeza que supuso no concretar el asunto cuando se pudo, en Yalta especialmente, y empeñarse luego en resolverlo como si fuera un asunto exclusivamente bilateral entre Turquía y la URSS. Los dos autores rusos, que han examinado los archivos soviéticos, creen haber descubierto que la razón para tanta torpeza estriba en que Stalin contempló el asunto no como algo de verdadera vital importancia, sino como una cuestión de prestigio. Es decir, para Stalin la cuestión de los estrechos sólo era primordial en apariencia. Pero era precisamente esa relevancia aparente la que exigía ser resuelta unilateralmente, sin tener que negociarla previamente con las potencias anglosajonas, que lograrían imponer de un modo u otro algunas condiciones. Calculó mal la voluntad de resistir norteamericana y, enfrentado a la probabilidad de un choque armado con los yanquis, decidió recular y dejar las cosas como estaban.

Con este punto de vista, el de que en el tapete turco lo que había era una apuesta de prestigio y no otra de vitales intereses, se entiende la actitud de Stalin. Pero es difícil de creer que el georgiano no viera en la salida al Mediterráneo de su Armada a través de los estrechos la cuestión vital que en efecto venía siendo durante siglos.

A mi juicio, la única forma de entender la táctica del camarada secretario general era que lo importante del control de los estrechos no eran los objetivos defensivos, que Occidente no habría tenido más remedio que entender. Para Stalin, lo esencial eran las posibilidades ofensivas que el control de los estrechos le brindaba, y ningún acuerdo que hubiera limitado esta posibilidad le interesaba realmente. Sabiendo que norteamericanos y británicos se habrían negado a concederle esta clase de derechos en una mesa de negociaciones, decidió jugar fuerte a ver si unos y otros tenían el cuajo suficiente para enfrentarse a su Ejército Rojo en el caso de que decidiera forzar a Turquía a aceptar sus condiciones. Cuando vio que sí lo tenían, se retiró. La importancia del acontecimiento se demuestra al contemplar que fue uno de los desafíos que obligó a Truman a elaborar su famosa doctrina, de la que hablaremos en otra ocasión.

 

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